El amor de Jorge Mario Bergoglio por el deporte no nació bajo la bóveda de la Capilla Sixtina ni en la solemne calma del Vaticano, sino en las calles porteñas y en la tribuna del viejo Gasómetro. Mucho antes de convertirse en el Papa Francisco, cuando apenas era un niño con sueños sencillos, el fútbol ya había tejido en su corazón una devoción paralela a la fe católica. Y en ese altar profano, su único santo con camiseta tenía nombre y apellido: Club Atlético San Lorenzo de Almagro.
No fue casualidad. Su padre, además de inculcarle la religiosidad que marcaría su vida, le heredó esa pasión azulgrana. Jugador de baloncesto en San Lorenzo mucho antes del mítico título de 1946, fue él quien lo llevó, domingo tras domingo, a misa y luego al estadio, para empaparse de goles y abrazos colectivos en las gradas del Gasómetro. Aquella infancia quedó sellada en su alma: Bergoglio no solo guardaba en su memoria los nombres de los héroes del ‘46, sino que mantenía su carnet de socio —el número 88535N-0— rigurosamente al día, incluso cuando ya era el Sumo Pontífice.
Y el fútbol, como la fe, es también una liturgia de encuentros y emociones. En 2014, apenas un año después de que el mundo se estremeciera al ver al primer papa argentino saludar desde el balcón de la Plaza de San Pedro, el destino le tenía reservada una alegría terrenal: San Lorenzo levantó la Copa Libertadores, ese trofeo que parecía inalcanzable hasta entonces. El club no tardó en cruzar el océano para visitar a su hincha más célebre en el Vaticano: el presidente Matías Lammens, el vicepresidente Marcelo Tinelli, el técnico Edgardo Bauza y los jugadores Juan Mercier y Julio Buffarini, le llevaron al Papa una réplica de la copa y una camiseta con su nombre, como quien lleva una ofrenda sagrada.
Pero como toda historia de amor, la relación entre Bergoglio y su San Lorenzo no estuvo exenta de desencuentros. A finales de los 90, cuando ya era arzobispo de Buenos Aires, acostumbraba a bendecir al equipo antes de cada partido. Sin embargo, el técnico Alfio “Coco” Basile, con su indomable fe en las cábalas, llegó un día y le cerró la puerta. “Si me trajiste porque el equipo no ganaba partidos, ¿cómo vamos a seguir recibiendo al mismo cura que nos ha traído ‘mufa’ todo este tiempo?”, le dijo al presidente Fernando Miele. La anécdota se convirtió en leyenda, pero la ‘mufa’ desapareció cuando Bergoglio cambió la sotana arzobispal por la blanca túnica papal. Al menos, así lo creyeron muchos cuervos al ver aquella Libertadores exhibida con orgullo en las vitrinas vaticanas.
A lo largo de su pontificado, Francisco convirtió al fútbol en una extensión de su predicación. “El deporte es el lenguaje universal de la humanidad”, solía repetir, usando metáforas futboleras para ilustrar las enseñanzas de Cristo: “Jugar en equipo” para hablar de la Iglesia como comunidad, o “jugar un partido honrado en el campo en el que Dios me puso”, como dijo alguna vez en un emotivo encuentro con jugadores de las selecciones de Argentina e Italia.
Y es que para el Papa, el fútbol y la fe comparten valores esenciales: la humildad, el esfuerzo, la fraternidad y el trabajo colectivo. Durante una reunión con atletas italianos en 2014, dejó una frase que resume esa mirada: “El deporte puede ser una gran herramienta misionera, donde la Iglesia está cercana a cada persona para ayudarla a ser mejor y conocer a Jesucristo”.
Francisco también reconocía en el fútbol una herramienta para derribar fronteras. “El deporte une, más allá de los límites, el idioma, la raza, la ideología”, decía, convencido de que en la cancha, como en la vida, todos los seres humanos juegan de igual a igual, con la posibilidad de construir puentes de paz y comprensión.
Pero, como cualquier hincha argentino, Bergoglio también tenía su costado crítico. Al hablar de Maradona, no escatimó en honestidad: “Como futbolista, un grande. Como hombre, falló. Pobrecito, cayó en manos de quienes lo adulaban y no lo ayudaban”. Con Lionel Messi, en cambio, siempre mostró una admiración afectuosa, destacando no solo su talento, sino su humildad. En 2014, en un encuentro antes de un amistoso entre Argentina e Italia, sus palabras emocionaron a tal punto al rosarino que, lesionado y sin poder jugar, había viajado exclusivamente para recibir la bendición del Papa.
Sin embargo, el afecto futbolero de Francisco no siempre se traducía en benevolencia para con la selección argentina. Cuando se le preguntó por la final de Qatar 2022, que no pudo ver por estar cumpliendo deberes episcopales, no dejó pasar la oportunidad de reflexionar sobre su país: “Los argentinos tenemos eso: empezamos con entusiasmo las cosas y tenemos una cultura de dejar a la mitad”, dijo, con la sinceridad de quien ama y por eso se permite señalar los defectos.
Más allá de las canchas, Francisco siempre vio en el deporte una metáfora del espíritu humano. En vísperas de los Juegos Olímpicos de París 2024, elevó un mensaje de esperanza desde la Plaza de San Pedro: “Que este evento sea un faro del mundo inclusivo que queremos construir”. Días después, recibiría en el Vaticano al velocista botsuano Letsile Tebogo, para orar juntos por la madre del atleta, recientemente fallecida.
Su mirada crítica no se limitó al fútbol. Ante los delegados de los Comités Olímpicos europeos, lamentó la mercantilización del deporte y cómo muchos atletas, atrapados en ese engranaje, “pierden la verdadera alegría que los llevó a empezar cuando eran niños”.
Para Francisco, el deporte siempre fue más que una competencia. Fue una escuela de vida, un espacio de encuentro y una herramienta para el bien común. En 2021, durante una entrevista con el semanario ‘Sportweek’, lo resumió con la sencillez de quien entiende que el esfuerzo y la fe hablan el mismo idioma: “Los atletas y los santos conocen la fatiga, pero no les pesa”.
Y así, entre balones y oraciones, entre bendiciones y gambetas, el Papa Francisco le enseñó al mundo que la pasión deportiva, cuando se vive con honestidad y respeto, puede ser una forma luminosa de acercarse a Dios. Porque al fin y al cabo, en el fútbol —como en la vida— lo que importa no es ganar, sino jugar el partido con el corazón limpio.