No hay historia sin memoria, ni memoria sin narración. Lo muestra la vida de María Teresa Uribe, cuya memoria quedó marcada por los paisajes y las historias que vivió de niña en la tierra desconocida de sus padres. Fue algo misterioso, entre el terror y la fascinación: montañas que parecían subir hasta el cielo, hondonadas, ríos, selvas. Entonces no había carretera para ir hasta Uramita. Un carguero la llevaba sobre sus hombros.
Después, la vista del pueblo, un caserío perdido en las selvas de Urabá. Un hombre muerto en un ataúd, alumbrado por las llamas de cuatro cirios. La casa llena de indios y campesinos con banderas rojas que gritaban: "¡Viva el partido liberal!". Una mujer vestida de negro le dijo: "Mija, ese es su abuelo". Era Adela Ruiz, la abuela. Don Lisandro Uribe había muerto. Los indios y los pobres lo lloraban como huérfanos. Estaba empezando la última guerra entre conservadores y liberales del siglo XX.
Ella recuerda los rostros de la gente y las banderas rojas en alto. Ellos querían que su padre las recibiera y gritaban: "¡Necesitamos armas! ¡Nos van a matar!". María Teresa estaba sentada en sus piernas. "¡Papá, los van a matar!" le decía. Él le contestaba: "Mija, las armas no son la solución". Al viejo lo enterraron en campo abierto, fuera del cementerio, porque era ateo. Ella tenía siete años y era hija de Eduardo Uribe y Azeneth Ángel. Él nació en Uramita. Cuando era joven, se fue a estudiar medicina en la Universidad de Barcelona. Luego se especializó en París en el tratamiento de enfermedades como la lepra y la sífilis.
A su regreso se fue a trabajar en el hospital de Pereira. Ella lo acompañaba en su ronda diaria por el pabellón de las mujeres. Mientras miraban los cuerpos demacrados y las caras pálidas que aguardaban la muerte bajo las sábanas blancas, él le decía: "Este es el dolor de la humanidad". Como si fuera una enfermera, María Teresa también le ayudaba con los heridos que llegaban a la sección de urgencias. Muchos de ellos eran las primeras víctimas de la violencia de los años cincuenta. Cuando volvían a la casa, la mamá los desinfectaba a los dos.
¿Por qué hoy es historiadora? Marta, su hija, dice: "Porque quería saber las raíces hondas de los conflictos que vio cuando su padre la trajo a Antioquia al entierro de su abuelo". El resto de la vida de María Teresa está marcada por esa obsesión: después de estudiar primaria y bachillerato en el Liceo de Pereira y en el Colegio del Sagrado Corazón, en Manizales, regresó a Antioquia, y se dedicó a formar una familia. Aquí se casó con el ingeniero Guillermo Hincapié Orozco en 1959. Tuvieron tres hijos. Él se dedicó a la ingeniería y a la política y fue alcalde de Medellín. Ella estudió sociología en la Universidad Pontificia Bolivariana y planeación urbana en la Universidad Nacional.
En 1973, María Teresa se vinculó como profesora en la Universidad de Antioquia y se volvió una mujer de bluyines, mochila y sandalias. El resto de su vida lo ha pasado en los salones de clase, en los archivos de las bibliotecas, leyendo periódicos antiguos y tejiendo la memoria de Antioquia como se teje un lienzo; estudiando nuestra constitución como nación, como región y como territorio; nuestras viejas y nuevas guerras civiles; las contradicciones entre orden y violencia; las raíces del poder regional; el desplazamiento forzado provocado por las guerras; las tramas de la política; los destiempos y los desencuentros en el conflicto que vivimos. Sobre estos temas ha escrito nueve libros y decenas de artículos que la han convertido en la historiadora más lúcida de los procesos de modernización de un país, como el nuestro, de ciudadanías mestizas.
Con ellos, nos ha mostrado que los procesos de construcción de una nación no pueden prescindir de la dimensión histórica ni de la dimensión narrativa; que las palabras no son meras figuras literarias, adornos estilísticos o ficciones jurídicas, sino que son "estructuras penetrantes" que modifican las sociedades en las cuales se pronuncian. Que producen cambios culturales y políticos de mucha significación. Que cambian vidas, como la suya, como las de todos nosotros. En nombre de sus lectores, de sus estudiantes que hoy la honran y de las víctimas de esta larga guerra cuyos hilos y tramas ella se ha dedicado a desentrañar como una tejedora de nuestra memoria colectiva, solo quiero decir tres palabras: gracias, María Teresa.
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