Cuando no haya llegado un cadáver a la morgue es porque en Medellín sucedió algo muy raro. Y lo primero que se imaginaría Fernando, el vigilante del anfiteatro, es que llegó Jesucristo a la tierra, que hay un paro de sicarios o que el carro en el que llegarían los muertos, se varó por gasolina en alguna loma de la ciudad mientras recogía un cuerpo y llevaba al resto a bordo.
Y es que a estas alturas del partido, cuando Medellín ha perdido a casi 3.700 personas, en accidentes de tránsito, suicidios y, sobre todo, en homicidios, los integrantes del equipo del Instituto Nacional de Medicina Legal de la capital antioqueña, ya olvidaron qué es un día sin muertes violentas.
El 24 de diciembre, 11 miembros menos de la ciudad atravesaron la portería de Fernando y, en la madrugada del 25, comenzaron a llegar hombres, mujeres y travestis a preguntar por ésos que no aparecieron a la media noche a cenar, no hicieron la novena ni reclamaron su regalito de Navidad.
Afuera de la morgue, donde se filaron los familiares quedaron pedacitos de uñas que las mujeres comenzaron a comerse de los nervios, algunos pelos sueltos que se arrancaron del impacto y las gotitas de lágrimas que todos los dolientes derramaron sobre la acera cuando Fernando les confirmó la temible sospecha.
"Que no sea, que no sea", murmuraban afuera mientras adentro Fernando buscaba al desaparecido entre los 34 renglones de cada página del libro que registró la hora de entrada y el nombre de los 18 cadáveres que trajeron los "necromóviles" de las autoridades el 25 de diciembre.
Cuando sí encontraba a alguno en la lista, Fernando suspiraba, empuñaba su mano, salía de la portería y mientras se acercaba a la reja, se preparaba para decir las tres palabras más tristes que a los familiares les caían como puños en la barriga que les quitaban el aire, como una paliza en las rodillas porque les quedaban temblando y como un martillazo en el pecho que les dejaba una herida de corazón abierto: "Sí, aquí está".
En ese momento es cuando paran de comerse las uñas y dejan caer los pedacitos que tenían entre los dientes, se jalan el cabello, se desbordan en llanto y, mientras se desploman en la acera, todos se hacen la misma pregunta "¡Ay no!, pero ¿Por qué?"
Por algunos instantes envidian a los familiares de los N.N que sí pueden entrar y reconocer al fallecido a través de una foto. Fernando selecciona a quien, aparentemente, tenga más coraje para que pase a la Oficina de Identificación donde le harán algunas preguntas.
"¿Cómo era? ¿De cuántos años? ¿Qué ropa vestía? ¿Tenía algún tatuaje, cicatriz, lunar, verruga u otra señal?" -preguntó la funcionaria encargada de facilitar la identificación del N.N -"Alto, moreno, 17 años y una muñequita tatuada en el brazo derecho"- Al escuchar la descripción, la empleada de Medicina Legal ya sabía cuál cuerpo sin identificación se ajustaba a tales detalles porque el médico forense, una vez terminó su autopsia, registró un informe descriptivo sobre las características del cadáver para que sus familiares pudieran reconocerlo rápidamente y sin necesidad de verlo en directo.
"Le voy a mostrar una foto que coincide con su descripción, tal vez no lo va a encontrar como usted quisiera ni lo verá como usted lo recuerda" dijo la funcionaria mientras maximizaba la fotografía en su computador, volteaba lentamente la pantalla y esperaba que la familiar dijera si sí o si no era, palabras que no escuchó pero que entendió cuando la hermana del N.N comenzó a gritar y perdió su equilibrio al reconocer a su hermanito en la mañana del 25 de diciembre.
Los compañeros de esta empleada de Medicina Legal le apodan "espalda podrida" y le aconsejan bañarse en el Río Medellín, a ver si se le quita la sal, porque según ellos, durante los turnos que le corresponden, siempre llegan más muertos, hay más desaparecidos reportados y los familiares se le desmayan al frente cuando reconocen a su ser querido en la fotografía que les muestra.
"Qué tal que les hubiera tocado ver los álbumes de antes cuando las fotografías eran instantáneas y no existía el photoshop" exclama ella. Y es que cada una de las 4 fotografías que tienen por lado y lado las 11 páginas del álbum de N.N de 2009, tienen un fondo blanco y están retocadas para disminuir el impacto de quienes las ven.
Este año en particular, han debido borrar la sangre, pintar labios, poner ojos, reconstruir labios, tapar orificios de bala en el rostro y, dependiendo del color y del grado de descomposición del cadáver, imprimir la foto en blanco y negro.
Yolanda estudió Cine y Televisión en Bogotá. Cambió las reuniones sociales en que todas las familias le sonreían y le gritaban ¡Whisky!, las luces de colores de los desfiles de moda, la vida que capturaba en los carnavales colombianos y las historias cinematográficas por las escenas del crimen, el silencio y el frío sepulcral de la sala de necropsias, los colores pálidos de la muerte y la quietud de unos cuerpos que posan sobre una mesa de acero atenuados por luces de neón.
Las fotografías deben ser tomadas de lo general a lo particular, de la cabeza a los pies y de adelante hacia atrás. Foto de la bolsa blanca o negra que envuelve al cadáver cuando llega, luego vestido con las prendas que llevaba puestas y por último, como Dios lo trajo al mundo.
Tomas de las heridas de arma blanca, de los orificios de los proyectiles que entraron, de los signos de tortura o de las lesiones que sobresalgan en el cuerpo desnudo; planos desde arriba, de frente y de perfil; detalles de tatuajes, cicatrices, lunares, escapularios o crucifijos que tenía la víctima.
Doña Ruth, su colega, sabe que en las bolsas están los protagonistas de una tragedia que terminó ese día en algún escenario sombrío y violento de Medellín. Si por cada cuerpo que entra, se toman mínimo 8 fotos, Medicina Legal tiene alrededor de 30 mil fotografías en sus archivos solamente de este año.
Los críticos de las fotografías forenses son los médicos, peritos, fiscales e investigadores del caso, quienes son los únicos autorizados para ver la galería digital de cadáveres impactados por arma de fuego y arma blanca, torturados y descuartizados.
Luego de retratar en el turno de la mañana a cada cadáver que reposa en una de las 16 mesas metálicas de la morgue, doña Ruth ha sentido tanto cansancio "que a veces me provoca acostarme y descansar un ratito sobre las mismas mesas donde reposan los muertos", por supuesto nunca lo ha hecho, no solamente porque respeta y le ha cogido amor a su oficio, sino porque este año en repetidas ocasiones, hubo cadáveres en el piso haciendo la fila para subir a la mesa de disección. "Me lo quieren robar", "¿Se van a comer el muerto o qué?", "Cómo se les ocurre entregar los cuerpos verdes", son quejas que reciben los funcionarios del anfiteatro de quienes no comprenden que Medellín está batiendo un récord de muertes violentas, que ese cuerpo debe esperar su turno porque puede tener más o menos 20 cadáveres adelante que llegaron primero, y que los únicos que podrían reconocer la ardua labor de los 14 médicos forenses, 15 asistentes, fotógrafas, antropóloga, dactiloscopistas, balísticos, y de más empleados, son los muertos que ya no pueden hablar, ni dar las gracias.
A pesar de esto y de que el extractor de olores se dañó, de los mosquitos que aterrizan en sus narices, de las caídas por el piso húmedo de la sala de necropsias y de las escenas de terror que encuentran todos los días en los gestos de los cuerpos sin vida, todos han aprendido "restos" de los muertos.
Una funcionaria, por ejemplo, no sale ni al baño de su casa sin la cédula en el bolsillo y, aunque siempre odió los tatuajes, ya planeó que el Ángel de la Guarda quedara dibujado en su espalda. Y la mayoría, ya se cuidan más y valoran más la vida, porque saben que en algunas partes de Medellín, la tranquilidad se perdió y la paz anda desaparecida.
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