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EL ENCARGO INEVITABLE

En este número nos embarcamos a explorar la forma en que miramos la política, casi siempre como un duelo entre izquierda y derecha, y cómo está cambiando la geopolítica del poder global. Y nos preguntamos por nuestras relaciones con los animales, al tiempo que reflexionamos sobre las representaciones de series como Griselda, el cine hecho por mujeres y los nuevos espacios para el arte que se abren en Medellín.

La voz de Cortázar todavía resuena

A 40 años de la muerte de Julio Cortázar, se oyen voces que se preguntan por la vigencia de la fuerza de atracción de uno de los autores canónicos del boom latinoamericano.

  • Julio Florencio Cortázar Descotte (1914-1984) marcó a varias generaciones de lectores latinoamericanos. Fue uno de los grades autores de la lengua española del siglo XX. Foto GETTY.
    Julio Florencio Cortázar Descotte (1914-1984) marcó a varias generaciones de lectores latinoamericanos. Fue uno de los grades autores de la lengua española del siglo XX. Foto GETTY.
Andrés Mauricio Muñoz* | Publicado

Recuerdo muy bien el año de mi primer encuentro con Julio Cortázar. Entonces tenía seis años y era ya un lector voraz; un lector de lomos, claro, un niño cuya fascinación residía en el hecho de entrar a la biblioteca de la casa para palpar los lomos de los libros e intentar leer el título y el nombre del autor en forma correcta. Hacía por lo menos un año papá me había enseñado a leer. Mientras el escritor argentino, de quien yo aún no había tenido el privilegio de leer ninguno de sus lomos, seducía a los estudiantes en Berkeley con sus clases magistrales sobre literatura, yo seducía a uno de mis profesores con evidencias de precocidad exageradas, nacidas del equívoco que se suscitó al creer que el hecho de que yo recitara títulos y autores clásicos llevaba implícito que los hubiera leído.

Pero una mañana todo se vendría abajo. Rayuela, dijo el profesor, en una de las sesiones en las que ponía a prueba mis conocimientos enunciando títulos para que le dijera el autor, a lo que no supe qué responder y alcé los hombros con displicencia. Es argentino, escribe cuentos, sobre todo, continuó, en espera de mi respuesta. Me quedé mirándolo, con unos ojos impotentes que suplicaban un poco de indulgencia. El profesor ensayó un gesto tolerante pero era evidente que algo en él se aferraba al desencanto.

Cortázar, se llama Julio Cortázar, dijo papá cuando le pregunté quién había escrito Rayuela. Le reclamé no haber comprado ese libro; lo tenemos, claro que sí, contestó. Me llevó a la biblioteca y me mostró la hilera de libros que mi temor a una caída me había impedido alcanzar. Todo lo que está allá arriba, dijo, son escritores nuestros; el resto, continuó, son de otras partes que quedan muy lejos, además ya están muertos. Los de arriba están vivos. La explicación de papá me quedó latiendo en la cabeza durante todo el día. Muchos años después, cuando escuché, gracias a Youtube, la introducción que hizo Cortázar para el disco Cortázar lee a Cortázar, cansado de leerlo con mucha devoción, vine a comprender mejor lo que tanta incertidumbre me causó ese día. En ella decía que es mucho más interesante escuchar a un escritor cuando lo entrevistan en la radio, en la medida en que las pausas, las equivocaciones, su respiración e incluso las inflexiones de la voz, son matices mucho más vivos, una presencia mucho más convincente. Lo decía con ese garbo con que sazonaba su grave entonación, un poco escéptico del ejercicio al que lo sometían. Entonces, antes de disponerse a leer el cuento “Continuidad de los parques”, aclara que usted, es decir nosotros, es decir yo en la soledad de esa habitación en la que escribía mi primer libro de cuentos, no existimos para él aunque en verdad sí que existimos, porque “usted y yo somos ese encuentro de tiempos y espacios distintos, una anulación de tiempos y espacios, y eso es siempre la palabra y la poesía”.

Era el año 1966, de tal manera que aquella declaración adquiría en mí, que vendría a nacer ocho años después, la dimensión de un vaticinio; no sabía entonces Cortázar que yo lo escucharía esa mañana futura preso de la ansiedad que me producía la idea de crear mi propia obra. No sabía, tampoco, que unos años después me condenaría a un incidente bochornoso frente a mi profesor. Todo esto me llevó a concluir que por esa anulación de espacios y tiempos habían convivido con nosotros, en la biblioteca de papá, escritores vivos y muertos, escritores nuestros y escritores que me eran ajenos.

He pensado en todo esto a raíz de la conmemoración de los cuarenta años de la muerte de Cortázar. En la sede madrileña de Casa de América se organizó un debate en el que se ponía sobre la mesa un asunto que aparece cada cierto tiempo. ¿Qué tan vigente es su legado? ¿Su obra ha envejecido bien? ¿Sigue siendo un referente? Lo más interesante del debate es que a estas preguntas se puede llegar desde dos aproximaciones diferentes. En primer lugar, desde la noción de que no sea así, de que no hay un consenso al respecto, de la necesidad de validar qué tanto peso tiene cierta tendencia a desvirtuar su obra literaria. Pero de la pregunta también se puede inferir que el solo hecho de planteársela, a cuarenta años de su muerte, lleva aparejado un hecho irrefutable: Cortázar sigue siendo un referente.

A mi modo de ver no hay muchos escritores que reconozcan públicamente que Cortázar les trazó su derrotero literario, o que es su mayor influencia o su relectura de cabecera, pero estoy seguro de que ninguno responderá que no lo ha leído. Desde esa perspectiva podemos encontrar su mayor legado, en el sentido de que su obra, en particular sus cuentos, son de tránsito obligado, por lo menos para quienes quieren entregarse a la escritura. Para los lectores de a pie también, claro que sí, pero los mecanismos que los llevan a leerlo obedecen al canon que la academia ha instaurado y en el que hasta el momento nunca se ha discutido, por lo menos no con seriedad, que el argentino no haga parte de él.

Después de aquel fiasco con mi profesor me dediqué a leer literatura latinoamericana. En ese mundo emergió la figura de Cortázar, que venía a señalarme con su afilado dedo índice el camino de la narrativa breve. Asistí entonces a una comunión con él, a una especie de complicidad que se extendió por varios años. Me leí Bestiario, Las armas secretas y Final del juego, que junto con Rayuela era todo lo que había en casa. Estas lecturas comenzaron a revelarme el por qué papá había dicho “autores nuestros” cuando señaló la colección de latinoamericanos que se escondía en lo alto de la biblioteca.

Tal vez en las “Cartas de mamá”, o en esa “Casa tomada”, o incluso en aquel tipo que vomitaba conejitos, pude encontrar temores que me resultaban más genuinos; desasosiegos que hermanaban muy bien con una identidad que yo percibía acogedora. Aquellos artificios fantásticos tenían mucho que ver con la verdad y con la vida, como lo diría cuatro años antes de morir a sus estudiantes en Berkeley al referirles que él “aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde entraba todo”. Además estaba toda esa humanidad concentrada en personajes como Johnny Carter, aquel músico de jazz aplastado por eso tan pesado que es la vida; o las tribulaciones de Horacio Oliveira, que se resiste a ser indiferente ante aquel espectáculo que ha creado el hombre.

Alentado por este descubrimiento comencé a escribir mis primeros cuentos. Pálidos ejercicios que adquirían la dimensión de un ritual. Algunos meses después Cortázar murió, lo que representó para mí una noticia brusca, azarosa; una que llevaba implícito el imperativo al que sin embargo no me acogí de mover sus libros a la parte de los escritores muertos. Un cambio que para mí, pese a ser un lector devoto, no representaba nada aunque se tratara de la muerte. Ahí seguían sus libros, en lo más alto de la biblioteca, solo era cuestión de subir en la butaca y volver a ellos tantas veces como fuera necesario. Así que no lo lloré.

Durante esos años descubrí ese apego natural que tenían los autores latinoamericanos por el cuento. Esa familiaridad cotidiana, como alguna vez dijo Cortázar. Fue así como llegué a García Márquez, Julio Ramón Ribeyro, Felisberto Hernández y muchos más. Pero entre unos y otros siempre volví a Cortázar, como si me alentara una secreta esperanza, una certeza sin fisuras que me nutría la idea de que quedaban todavía puertas sin abrir. Entonces me aplicaba con convicción sobre sus cuentos como lo hizo él con las calles de París que tantas veces recorrió; lo imaginaba vacilante, curioso con su atado de cigarrillos siempre dispuesto, hurgando por todos los rincones en busca de ese ritmo que definía la ciudad con la obstinación de un péndulo que no claudicará jamás. Me convocaba el anhelo de que al fin su obra me revelara su más profunda imagen.

Durante algunos años me alejé de verdad de su obra, pero con el tiempo constataba que Cortázar seguía ahí, retraído, opaco, difuso y agotado en mí pero a la vez con una presencia palpitante, reminiscencias que habían adquirido el carácter de una impronta sobre mi forma de entender que, como alguna vez él mismo lo dijo, la literatura es la vida misma, una actividad erótica, una forma de amor. Ahora me llega de nuevo el garbo de su voz como si revelara para mí cómo fue ese proceso de transformación que lo dejó convertido en uno de los más grandes escritores de lengua castellana. De tal manera que he entendido lo que le afanaba que entendieran sus alumnos de Berkeley sobre cómo se pasa del culto de la literatura por la literatura misma, al culto de la literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos conciernen. Entiendo, también, que quizá su mayor legado fue quitarnos el temor de aproximarnos a la creación, haciéndonos ver que el cuento, o la novela, no son más que artefactos de los que disponemos para alzar nuestra voz en pos de lo que sea.

Recuerdo muy bien el año de mi primer encuentro con Julio Cortázar. Entonces tenía seis años y era ya un lector voraz; un lector de lomos, claro, un niño cuya fascinación residía en el hecho de entrar a la biblioteca de la casa para palpar los lomos de los libros e intentar leer el título y el nombre del autor en forma correcta. Hacía por lo menos un año papá me había enseñado a leer. Mientras el escritor argentino, de quien yo aún no había tenido el privilegio de leer ninguno de sus lomos, seducía a los estudiantes en Berkeley con sus clases magistrales sobre literatura, yo seducía a uno de mis profesores con evidencias de precocidad exageradas, nacidas del equívoco que se suscitó al creer que el hecho de que yo recitara títulos y autores clásicos llevaba implícito que los hubiera leído.

Pero una mañana todo se vendría abajo. Rayuela, dijo el profesor, en una de las sesiones en las que ponía a prueba mis conocimientos enunciando títulos para que le dijera el autor, a lo que no supe qué responder y alcé los hombros con displicencia. Es argentino, escribe cuentos, sobre todo, continuó, en espera de mi respuesta. Me quedé mirándolo, con unos ojos impotentes que suplicaban un poco de indulgencia. El profesor ensayó un gesto tolerante pero era evidente que algo en él se aferraba al desencanto.

Cortázar, se llama Julio Cortázar, dijo papá cuando le pregunté quién había escrito Rayuela. Le reclamé no haber comprado ese libro; lo tenemos, claro que sí, contestó. Me llevó a la biblioteca y me mostró la hilera de libros que mi temor a una caída me había impedido alcanzar. Todo lo que está allá arriba, dijo, son escritores nuestros; el resto, continuó, son de otras partes que quedan muy lejos, además ya están muertos. Los de arriba están vivos. La explicación de papá me quedó latiendo en la cabeza durante todo el día. Muchos años después, cuando escuché, gracias a Youtube, la introducción que hizo Cortázar para el disco Cortázar lee a Cortázar, cansado de leerlo con mucha devoción, vine a comprender mejor lo que tanta incertidumbre me causó ese día. En ella decía que es mucho más interesante escuchar a un escritor cuando lo entrevistan en la radio, en la medida en que las pausas, las equivocaciones, su respiración e incluso las inflexiones de la voz, son matices mucho más vivos, una presencia mucho más convincente. Lo decía con ese garbo con que sazonaba su grave entonación, un poco escéptico del ejercicio al que lo sometían. Entonces, antes de disponerse a leer el cuento “Continuidad de los parques”, aclara que usted, es decir nosotros, es decir yo en la soledad de esa habitación en la que escribía mi primer libro de cuentos, no existimos para él aunque en verdad sí que existimos, porque “usted y yo somos ese encuentro de tiempos y espacios distintos, una anulación de tiempos y espacios, y eso es siempre la palabra y la poesía”.

Era el año 1966, de tal manera que aquella declaración adquiría en mí, que vendría a nacer ocho años después, la dimensión de un vaticinio; no sabía entonces Cortázar que yo lo escucharía esa mañana futura preso de la ansiedad que me producía la idea de crear mi propia obra. No sabía, tampoco, que unos años después me condenaría a un incidente bochornoso frente a mi profesor. Todo esto me llevó a concluir que por esa anulación de espacios y tiempos habían convivido con nosotros, en la biblioteca de papá, escritores vivos y muertos, escritores nuestros y escritores que me eran ajenos.

He pensado en todo esto a raíz de la conmemoración de los cuarenta años de la muerte de Cortázar. En la sede madrileña de Casa de América se organizó un debate en el que se ponía sobre la mesa un asunto que aparece cada cierto tiempo. ¿Qué tan vigente es su legado? ¿Su obra ha envejecido bien? ¿Sigue siendo un referente? Lo más interesante del debate es que a estas preguntas se puede llegar desde dos aproximaciones diferentes. En primer lugar, desde la noción de que no sea así, de que no hay un consenso al respecto, de la necesidad de validar qué tanto peso tiene cierta tendencia a desvirtuar su obra literaria. Pero de la pregunta también se puede inferir que el solo hecho de planteársela, a cuarenta años de su muerte, lleva aparejado un hecho irrefutable: Cortázar sigue siendo un referente.

A mi modo de ver no hay muchos escritores que reconozcan públicamente que Cortázar les trazó su derrotero literario, o que es su mayor influencia o su relectura de cabecera, pero estoy seguro de que ninguno responderá que no lo ha leído. Desde esa perspectiva podemos encontrar su mayor legado, en el sentido de que su obra, en particular sus cuentos, son de tránsito obligado, por lo menos para quienes quieren entregarse a la escritura. Para los lectores de a pie también, claro que sí, pero los mecanismos que los llevan a leerlo obedecen al canon que la academia ha instaurado y en el que hasta el momento nunca se ha discutido, por lo menos no con seriedad, que el argentino no haga parte de él.

Después de aquel fiasco con mi profesor me dediqué a leer literatura latinoamericana. En ese mundo emergió la figura de Cortázar, que venía a señalarme con su afilado dedo índice el camino de la narrativa breve. Asistí entonces a una comunión con él, a una especie de complicidad que se extendió por varios años. Me leí Bestiario, Las armas secretas y Final del juego, que junto con Rayuela era todo lo que había en casa. Estas lecturas comenzaron a revelarme el por qué papá había dicho “autores nuestros” cuando señaló la colección de latinoamericanos que se escondía en lo alto de la biblioteca.

Tal vez en las “Cartas de mamá”, o en esa “Casa tomada”, o incluso en aquel tipo que vomitaba conejitos, pude encontrar temores que me resultaban más genuinos; desasosiegos que hermanaban muy bien con una identidad que yo percibía acogedora. Aquellos artificios fantásticos tenían mucho que ver con la verdad y con la vida, como lo diría cuatro años antes de morir a sus estudiantes en Berkeley al referirles que él “aceptaba una realidad más grande, más elástica, más expandida, donde entraba todo”. Además estaba toda esa humanidad concentrada en personajes como Johnny Carter, aquel músico de jazz aplastado por eso tan pesado que es la vida; o las tribulaciones de Horacio Oliveira, que se resiste a ser indiferente ante aquel espectáculo que ha creado el hombre.

Alentado por este descubrimiento comencé a escribir mis primeros cuentos. Pálidos ejercicios que adquirían la dimensión de un ritual. Algunos meses después Cortázar murió, lo que representó para mí una noticia brusca, azarosa; una que llevaba implícito el imperativo al que sin embargo no me acogí de mover sus libros a la parte de los escritores muertos. Un cambio que para mí, pese a ser un lector devoto, no representaba nada aunque se tratara de la muerte. Ahí seguían sus libros, en lo más alto de la biblioteca, solo era cuestión de subir en la butaca y volver a ellos tantas veces como fuera necesario. Así que no lo lloré.

Durante esos años descubrí ese apego natural que tenían los autores latinoamericanos por el cuento. Esa familiaridad cotidiana, como alguna vez dijo Cortázar. Fue así como llegué a García Márquez, Julio Ramón Ribeyro, Felisberto Hernández y muchos más. Pero entre unos y otros siempre volví a Cortázar, como si me alentara una secreta esperanza, una certeza sin fisuras que me nutría la idea de que quedaban todavía puertas sin abrir. Entonces me aplicaba con convicción sobre sus cuentos como lo hizo él con las calles de París que tantas veces recorrió; lo imaginaba vacilante, curioso con su atado de cigarrillos siempre dispuesto, hurgando por todos los rincones en busca de ese ritmo que definía la ciudad con la obstinación de un péndulo que no claudicará jamás. Me convocaba el anhelo de que al fin su obra me revelara su más profunda imagen.

Durante algunos años me alejé de verdad de su obra, pero con el tiempo constataba que Cortázar seguía ahí, retraído, opaco, difuso y agotado en mí pero a la vez con una presencia palpitante, reminiscencias que habían adquirido el carácter de una impronta sobre mi forma de entender que, como alguna vez él mismo lo dijo, la literatura es la vida misma, una actividad erótica, una forma de amor. Ahora me llega de nuevo el garbo de su voz como si revelara para mí cómo fue ese proceso de transformación que lo dejó convertido en uno de los más grandes escritores de lengua castellana. De tal manera que he entendido lo que le afanaba que entendieran sus alumnos de Berkeley sobre cómo se pasa del culto de la literatura por la literatura misma, al culto de la literatura como indagación del destino humano y luego a la literatura como una de las muchas formas de participar en los procesos históricos que a cada uno de nosotros nos conciernen. Entiendo, también, que quizá su mayor legado fue quitarnos el temor de aproximarnos a la creación, haciéndonos ver que el cuento, o la novela, no son más que artefactos de los que disponemos para alzar nuestra voz en pos de lo que sea.

*Escritor colombiano. Su novela más reciente es Los Desagradables (Seix Barral, 2023).

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