La gran preocupación que le queda a un padre después de terminar Adolescence, la serie disponible en Netflix, es –en mi caso– si es conveniente o si se tiene el valor de verla con un hijo adolescente, descontando el hecho de que en algún momento la verá por su cuenta. “En el Reino Unido se está discutiendo si debe verse en los colegios”, me dijo Carlos Scolari, experto en medios digitales y crítico cultural de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, quien escribió en su cuenta de X para sumar al alboroto que ha provocado la serie: “Adolescencia es un pequeño gran tratado sobre los diferentes niveles de (in)comunicación en la sociedad contemporánea”.
Asistir sobrecogido a la revelación de que un muchachito de 13 años, hijo de una familia de clase media perfectamente funcional –papá plomero, madre posiblemente ama de casa, hermana mayor en el colegio–, con una casa de dos plantas de suburbio europeo, con porche y jardín, mató a puñaladas a una compañera de colegio como retaliación a un desprecio hecho público en redes sociales –spoiler indispensable– es una notificación de película de terror.
–¿Ya viste Adolescencia? –le pregunté por WhatsApp a la madre de mi hijo de 12 años, quien vive con él en una ciudad diferente a la mía.
–Todavía no –me dijo–. Le pasé un link a una columna del educador Julián de Zubiría en El Espectador, a propósito de la serie, donde dice: “Los padres no conocen, no escuchan y no dialogan con sus hijos. Padres y madres no suelen ser conscientes de que sus hijos en casa son muy vulnerables, porque es precisamente allí donde acceden a las plataformas tecnológicas. Al hacerlo abren la puerta al peor mundo posible: el de los pedófilos, estafadores, acosadores y manipuladores virtuales”.
–Las redes son la nueva calle, pero allí estamos perdidos –le escribí.
–Terreno extraño –respondió.
–Están viviendo como nosotros en los 80s: rodeados de bandidos.
En el libro The Game, Alessandro Baricco explica cartográficamente la evolución de esa puerta giratoria entre el mundo virtual y el real a la que vivimos sometidos. Una espiral que devora inexorablemente los contornos que en un principio los separaban. La adolescencia es por definición un período de transición, donde el afuera (la calle) y el adentro (la casa) se encuentran y, mal que bien, aprendemos a estar en uno y en otro.
La estrategia de Adolescence de grabar todos sus episodios en plano secuencia, sin cortes ni escenas independientes que se montan como un armatodo, reproduce la continuidad indivisible en la que ahora estamos inmersos, a la manera de un videojuego. Es por eso que resulta tan reveladora, tan providencial: ya no sabemos cuándo estamos en cuál realidad.
Si los adolescentes de Stranger Things, la serie de Netflix que prefiguró esa escisión de realidades donde el afuera es un refugio y su reverso, el upside down, una pesadilla que se traga todo, cruzan el portal conscientemente, y en compañía de adultos, para enfrentarse a las “cosas más extrañas” y recuperar el mundo “normal”, el protagonista de Adolescence convive cotidianamente con los demogorgos –como se llaman los monstruos de Stranger Things– que ahora lleva por dentro: las redes sociales son el adentro, un upside down interior.
En este juego de espejos con Stranger Things, Adolescence es la historia de un grupo de adultos –padres, policías, maestros– que, cogidos por sorpresa por el horror de un asesinato incomprensible, buscan desesperadamente atravesar la pantalla para ingresar a este nuevo mundo juvenil, pero desconocen los códigos para navegar a través de él.
El otro gran acierto de la serie –que la convierte en un ensayo audiovisual– es su insistencia en el por qué, en explorar el aparente sinsentido. ¿De qué están hechos y de dónde vienen estos advenedizos demogorgos que hacen que Jamie Miller –el protagonista– se convierta en asesino a tan temprana edad? ¿Podrían estar también propagándose por las redes y las cabezas de nuestros hijos? Aparecen entonces palabras, nombres y símbolos todavía ajenos a nuestras cotidianas y copiosas violencias, como manosfera, incel, Elliot Rodger, 80/20.
Términos que en la literatura académica no solo están relacionados con estudios de educación, psicología o género, sino de violencia política, conflicto y terrorismo. En esta inédita cartografía cóncava y convexa, la “manosfera” es el lugar dual –virtual y físico– donde hombres autoexpatriados de cualquier geografía restañan una masculinidad herida por las conquistas de los feminismos contemporáneos; un only man land en donde atrincherarse e incubar colectivamente su misoginia y el anhelo de recuperar la hegemonía machista.
En el afuera, los incels –por su sigla en inglés–, “víctimas” de involuntary celibate o celibato involuntario, llevan la manosfera por dentro, frustrados por su fe en la fatídica regla del 80/20, una fake news que establece que el 80% de las mujeres se siente atraído por el 20% de los hombres, lo que los convierte a ellos en célibes por obligación, vírgenes sin acceso al universo afectivo de las mujeres. El resto son sus victimarios.
Aunque hay investigadores que afirman que las primeras manifestaciones en el mundo físico de estos poseídos demogorgos se pueden rastrear hasta una época predigital, como el asesinato de catorce mujeres en el École Polytechnique de Quebec, Canadá, cometido por Marc Lépine, de 25 años, en 1989; la violencia incel ligada a redes sociales se asocia con Elliot Rodger, 22 años, quién en 2014 mató a seis personas e hirió a catorce más –hombres y mujeres– en Isla Vista, California.
Antes de la matanza, subió a YouTube un video titulado Elliot Rodger’s Retribution, en el que habla de su intención de matar a las mujeres por rechazarlo y a los hombres sexualmente activos por disfrutar una vida que a él se le negaba. Y envió un correo electrónico con un documento de 142 páginas, titulado My Twisted World –que hoy se conoce como su “manifiesto”–, en el que afirma que la única razón de su ataque es no haber intimado nunca con una mujer.
Cada episodio de Adolescence empieza con una serie de fotografías de archivo, tipo polaroid, que muestra niños y niñas –personajes de la serie– en ambientes familiares, el vecindario, con uniforme de colegio. Un afuera idílico y un guiño a Los años maravillosos, esa otra serie pre plataformas de streaming de finales de los años 80s del siglo pasado que marcó a los adultos que ahora intentan encontrar la llave que les dé ingreso a un territorio desconocido.
Una vez sabemos que Jamie mató a Katie, en el segundo episodio los detectives Luke Bascombe y Mishia Frank se aventuran al colegio donde estudian víctima y victimario para descubrir un lugar que les resulta repugnante, un “puto corral” donde “no aprenden nada”. Deambulan perdidos por corredores y salones tratando de encontrar pistas que los lleven al arma asesina, que les den un “motivo”. Les preguntan con cautela y un secretismo que resulta ridículo a los estudiantes si los involucrados eran amigos, si estaban felices o tristes, mientras los jovencitos se ríen, les hacen bromas y se muestran crueles. Los notifican de que allí todos saben lo que pasó y sus razones. Los detectives aún no lo saben, pero ya están dentro del upside down.
Sam, el hijo del detective Bascombe, también estudia en el mismo colegio, es dos años mayor que Jamie y Katie, temeroso y retraído. El lugar lo asusta e inventa excusas para no ir. Lo matonean en el almuerzo, lo obligan a dar dinero. Conoce sus reglas y se avergüenza de ver a su padre naufragar, manoteando con sus preguntas sobre la amistad, la felicidad y la tristeza. Lo lleva a un salón aparte y le dice: “No vas bien porque no lo entiendes” y le pregunta si revisó las cuentas de Instagram. Busca en su celular y se lo entrega. “¿Ya viste lo que ella escribió? Parece amable, ¿no? La dinamita, ¿qué crees que significa?”, le dice.
Entonces la matriz de ese otro mundo en el que el detective ha estado chapaleando como un feto se le abre, porque no importa la edad que tengamos, ni nuestro grado de desconocimiento, ya todos estamos conectados. La metáfora reveladora viene de la película Matrix, de las hermanas Wachowski, lanzada en 1999, que Sam ni siquiera ha visto; un hito cinematográfico con el que podemos decir que acaba el mundo físico del siglo XX y emerge visualmente una realidad trans, ambigua, paralela.
Con su explicación de la píldora roja y azul, Sam le da a su padre una dosis de “realidad”. “Las pastillas azules significan que ves el mundo como quieren que lo veas. La píldora roja es como veo la verdad, es una llamada a la acción de la manosfera”, le dice. El emoji de la dinamita –la píldora roja explosiva– significa el acceso al hoyo negro de los machos alfa. Jamie es incel. El afuera y el adentro han quedado expuestos.
Todavía gateando en la superficie, los detectives creen que la víctima es Jamie, acosado por una jovencita que lo está atacando y despreciando. Confundidos les cuesta darse cuenta de que la verdadera tragedia, que trasciende cualquier espacio, es el cuerpo sin vida de una mujer joven que posteaba señales en Instagram que despertaron a un depredador latente. “¿Sabes lo que me molesta de todo esto?”, le dice Frank a Bascombe. “El agresor siempre se lleva los titulares, hemos seguido el cerebro de Jamie durante todo este caso. Katie no es importante, todo el mundo recordará a Jamie. Nadie la recordará a ella”.
En este viaje de cuatro episodios sin paradas por el upside down de una adolescencia contrariada, los adultos consiguen finalmente verle la cara a un monstruo impúber y precoz, mientras escuchamos de fondo el cover de Fragile, la canción de Sting, en las voces un coro de muchachitos que cantan melancólicamente: on and on the rain will say how fragile we are... Pese a que se lo propuse varias veces, mi hijo siempre se negó a ver Stranger Things: “Me dan pesadillas”, me decía. Quizás ahora sea yo quien deba pedirle que me acompañe a ver su adolescencia.