Tengo la impresión de que por estos días los argentinos no hablan sino que cantan. Y que no se comunican con frases sino con arengas: ¡Oeoeoeoe, ¿cómo estás? ¿cómo estás?!, le dice un hombre al conocido que se encuentra en la acera; “¡Oeoeoeoe, muy bien, muy bien!”, le contesta el otro y ambos siguen su camino con pasos saltarines. Los veo por las calles con las manos levantadas, riéndose solos o carcajeándose en grupo, sin vestigios de ese rictus de fruta amarga en medio del pecho tan común en ciertos porteños. Hace dos días por ejemplo me topé de frente con la vecina de cara empuñada que solo cuando le da la gana me saluda levantando una ceja, y al verme se detuvo sonriente y me disparó un inusitado ¿Cómo estás? Titubeé para contestarle y ella misma me sacó de la confusión con un pletórico: “Vamos a ganar” y un genuino gesto cariñoso que hasta me hizo pensar que me quería. Pero no era a mí, era a la selección argentina que enfrentará a Francia por la final del campeonato mundial de fútbol. Esa transformación increíble no se debía solo a la inminencia de un juego. Mi vecina estaba poseída por algo mucho más amplio y sutil: un estado espiritual, un trance místico que se vive antes, en y después del partido y que transforma la personalidad completa de todo un pueblo.
Una atmósfera mental que abarca desde la vida laboral (si el partido no se jugara un domingo las empresas y los colegios darían libre); pasando por los goces íntimos (la famosa astróloga Ludovica Squirru está recomendando “tener sexo pensando en goles de Argentina” porque “es la energía más poderosa que le podemos enviar a la selección”); que relativiza hasta las convicciones más rígidas (la activista Marta Dillon, “una feminista aguafiestas, de esas que tiran del mantel mientras la mesa está tendida”, se congracia con el fútbol en un artículo publicado en Página 12: “también soy una persona que vive libando potencia de la fiesta...ese dispositivo que ofrece pruebas irrefutables de que nos necesitamos, que nadie vive sin les otres, que los paraísos son efímeros pero existen”); un ambiente emocional que transforma además la oferta culinaria (en el bar Digno del barrio San Telmo, he comido el combo Messi, que consta de la mejor milanesa napolitana de la ciudad, con papas fritas), e interviene hasta en las prácticas más precarias de la supervivencia (el hombre que para en la esquina de las calles Perú y Estados Unidos anda diciendo que su abuelo chamán alguna vez sentenció que Argentina le ganaría un mundial a Francia por marcador de 3 a 1, y ha cambiado el texto del cartel en el que pide plata por otro mensaje: “Messi se merece un mundial. ¡Aguante la pulga! ¡Soñemos!”); incluso la economía a gran escala parece querer confraternizar por un momento con el espíritu de la gente (las noticias de registran que el mes de noviembre el índice de inflación fue del 4.9%, el más bajo de todo el año); y además este torrente mental transformará físicamente a millones de argentinos (una conocida empresa de servicios financieros planteó en su cuenta de Instagram la pregunta: ¿Cuál es tu promesa si Argentina sale campeón? y miles de personas ya prometieron tatuarse la copa o a Messi, otros dejarán las harinas, muchos se casarán, una cantidad importante abandonará el trago y una mujer dijo que le perdonaría a su ex la deuda por demanda de alimentos).
Las arengas de “Vamos Argentina sabes que yo te quiero”, “Y todos juntos vamos a festejar, Argentina vamos a ganar”, con todas sus variaciones, están escritas en las paredes, en las vitrinas, en los bares, en las fachadas de los colegios, en los frontones de las casas, en buses y taxis y en las camisetas de la gente. Y se oyen en todas partes a cualquier hora. Voy en un colectivo silencioso por la avenida 9 de Julio y de repente un muchacho de la banca de adelante empieza a cantar, un señor serio que va junto a la ventanilla lo sigue, una mujer con traje ejecutivo se le suma, y cuando menos pienso todo el colectivo entona la canción de La Mosca que se ha convertido en el mantra de estos días: “Muchacho, ahora noj volvimo a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial” Miro esos rostros idos, ausentes, en un viaje mucho más alto y lejano que el del colectivo que nos transporta y no puedo evitar que se me piante un lagrimón. Porque no hay nada más bello que esa ilusión argentina, mezcla de publicidad con locutor de voz gruesa y pausada que dice cosas nostálgicas sobre imágenes conmovedoras, y la alegría intensa que viene de una tristeza profunda. La garúa rioplatense convertida en un sol optimista.
Me bajo del colectivo y voy a comerme una carne al horno, con papas, al restaurante de Diego, en la calle Independencia. Es un boliche pequeño y acogedor, frecuentado por trabajadores de la zona, vendedores ambulantes, profesores y transeúntes, donde se come como en una casa argentina y a donde no se puede ir si se quiere estar en silencio porque todo el mundo habla a los gritos y se arman discusiones de mesa a mesa sobre cualquier tema, que generalmente van subiendo de tono y muchas veces llegarían a los puños si Diego no rigiera el lugar desde atrás del mostrador mientras oficia como moderador y despacha los platos. Pero cruzo la puerta y veo a los comensales habituales, incluso a los más escandalosos, conversando calmados, como si les hubieran dado un diazepán. Pido mi plato y como mientras en la televisión pasan Esperando la Carroza, una de las películas más argentinas del cine argentino. Al terminar de comer me acerco a Diego y le comento sobre el ambiente extrañamente reposado. Todos estamos en una sola, me dice, la gente está guardando las energías para el partido. Asiento y me despido. Cuando estoy en la puerta escucho que me grita:
Ojalá no se acabara el mundial. Porque volvemos a hablar de política y se vuelve a ir todo a la mierda.