Fue una sorpresa, sí, pero una que al final la crítica reconoció como un acierto: entregarle el premio Pulitzer —uno de los galardones más prestigiosos en Estados Unidos, reconocido sobre todo por sus premios al periodismo— en la categoría música al rapero Kendrick Lamar por su último disco, DAMN.
El disco estuvo, en 2017, en todas las listas de mejores trabajos del año y, el pasado enero, se llevó el grammy a mejor disco de rap y estuvo nominado a mejor del año. Una placa sobresaliente por sus letras poderosas, por su reinvindicación de la sociedad negra norteamericana y, como dice Matthew Trammell de Pitchfork, porque “contar historias es su mejor habilidad y su principal misión, poner en (muchas) palabras lo que es crecer como lo hizo, articular en términos humanos los detalles íntimos de la supervivencia diaria en su entorno.”
Lamar se ha hecho un nombre por ir a caballo entre las referencias a los autores negros consagrados, como Alex Haley, Alice Walker y Ralph Ellison, y por contar las privaciones de la vida de una sociedad marginalizada pero sin explotar su miseria, por el contrario, con una potencia que la valida y la rescata.
Es un artista duro que conoce la calle, pero lo suficientemente sensible para integrar su historia como negro en un país dividido, en el que le disparan a niños que piden direcciones en la puerta por el solo hecho de que su color de piel lo convierte en sospechoso.
Esta rabia también la recoge el rapero, pero sin olvidar lo que la literatura tiene para aportar, lo que el pasado tiene para recordar.
En DAMN se potencializa esa capacidad tan suya de convertir hechos dolorosos de su infancia en mensajes trascendentales, una especie de filosofía personal que tiene su punto más alto en canciones como Element o la resonada Humble, y que plantea una reflexión que profundiza los temas que en su anterior trabajo, To Pimp a Butterfly, ya se perfilaban o se abordaban desde otra perspectiva.