En La Sustancia –la película de Coralie Fargeat protagonizada por la diva de los ochenta Demi Moore– una celebridad otoñal le vende su alma al diablo de la farmacología a cambio de un gólem que cumpla su sueño de ser amada por la gente. Aparte de ser una metáfora feminista sobre la belleza y la sexualidad, La sustancia tiene el mérito de devolver a la pantalla grande a Moore y llevarla a un registro de interpretación que seguramente la pondrá en los radares de los premios y de los festivales.
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Todo esto lo cuento porque en los últimos meses varios artistas veteranos, que tuvieron su momento de gloria en los setenta y ochenta, han contrariado el dictamen del mercado a favor de la gente joven y ha sacudido a sus audiencias con películas, obras y discos de primera calidad. Moore es un caso entre varios.
Antes de hablar de los nombres en sí, vale la pena pensar en una realidad demográfica. Los consumidores del presente y del futuro son los centennials, esa franja poblacional que nació a principios del nuevo milenio y cuya educación se ha dado en medio del boom de las redes sociales y la inteligencia artificial. Esto explica el éxito comercial de cantantes del tipo de Olivia Rodrigo –una de las cabezas del cartel del próximo Estéreo Picnic– y de Billie Eilish. Estas artistas le hablan a sus audiencias en su propio lenguaje, naturalizan en sus canciones cosas que las personas formadas por Disney y Nickelodeon tienen en su día a día. En ese contexto de relativa homogeneidad aparecen los artistas veteranos con mensajes disruptivos sobre la muerte y la enfermedad.
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Ese es precisamente uno de los rasgos sobresalientes de La Lógica del Escorpión, el nuevo álbum de estudio del emblema del rock argentino Charly García. En la época del auto-tune, la voz de García en el disco no oculta por un momento los estragos de una vida al límite. Y sus letras no hacen acuerdos con los gustos de estos tiempos. Las canciones del disco destilan el sarcasmo de un músico que a lo largo de sus más de cinco décadas de carrera siempre ha estado en la cima de la popularidad en su país. En otras palabras, García no se vendió y esa actitud la recompensó el público. Al menos así lo demuestran las cifras publicadas por Spotify. “García ha sumado cerca de un millón de nuevos oyentes mensuales, superando los cuatro millones en total”, informa el gigante tecnológico.
A veces los artistas veteranos no traducen con fortuna sus obsesiones y sus temas a los formatos del presente. O –depende de cómo se mire– no armonizan su espíritu con el del presente. Megalópolis parece ser un ejemplo perfecto de ello. Después de convertirse en un tótem del cine estadounidense, gracias a las descomunales El Padrino y Apocalipsis Now, Francis Ford Coppola alimentó por años la leyenda de un trabajo que iba a superar en ambición y en alcance su obra anterior. Incluso el título de la película –Megalópolis– revelaba las intenciones estéticas del cineasta al unir su trabajo con la mítica Metropolis, de Fritz Lang. No obstante, el proyecto se empantanó en la falta de recursos para la producción. Esto hizo que muchos pensaran que el asunto no dejaría de ser una especulación, algo similar a lo que pasó con Cordillera, la novela fantasmal con la que Juan Rulfo le dio contentillo a los periodistas cuando le preguntaban por sus futuras obras.
Tal vez ese destino habría sido mejor para el proyecto de Coppola. Al fin de cuenta el mundo y la industria han cambiado mucho desde los años de esplendor del cineasta. A Megalópolis la ha rodeado un aura de escándalo y excentricidad, propiciada en parte por el mismo director. Antes de su estreno, por ejemplo, varias fuentes filtraron la noticia de los comportamientos indecorosos de Francis en la grabación. Se le acusó de besar sin su consentimiento a varias extras y de interrumpir a menudo el rodaje de las escenas. Todo esto se da después del Me Too, que ha despertado la consciencia que detrás del discurso del arte no se pueden esconder prácticas autoritarias. Sumado a lo anterior, quienes han visto la película no están nada satisfechos con ella. En consecuencia, la generación centenial –más afín con el cine de Sofía Coppola que con el de su padre– ha conocido a Francis como el abuelo manilargo y excéntrico que resultan cargante después de unos tragos.
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Sin embargo, el saldo para los artistas veteranos es más que reseñable. Otro caso de éxito comercial y de crítica es el del disco Luck and Strange, de David Gilmour. En este punto de la historia nadie cuerdo discute la relevancia que la guitarra de David ha tenido para la historia del rock: cada vez que se hacen las listas de los mejores guitarristas de la historia él está en los primeros lugares, junto a Eric Clapton, Jeff Beck y Chuck Berry. El sonido Gilmour es singular, reconocible. Y en este disco ha sabido leer los tiempos para ampliar su audiencia sin por ello hacer concesiones a los gustos imperantes. El puente generacional entre David y los públicos masivos se cimenta en la voz pop de su hija Romany y la destreza del productor Charlie Andrew. Así, un trabajo que habla de la enfermedad y la muerte se ha colado en las listas inglesas de los más escuchados
Conviene terminar con una retahíla de dichos colombianos, que viene bien. Estos artistas saben que la experiencia no se improvisa, que los perros viejos ladran echados y la sabiduría del diablo surge de su vejez y no de su condición.