Pese a estar relegada de la mesa de las novedades debido en parte al paso del tiempo, en parte a la constante aparición de nuevas publicaciones, Edith Wharton, escritora norteamericana, jamás perderá el lugar preeminente entre los grandes narradores de una época favorecida por los mejores novelistas.
Nominada varias veces al Premio Nobel de Literatura, ganadora de un Premio Pulitzer, merecedora de la Legión de Honor en Francia por sus servicios prestados al país durante la Primera Guerra Mundial, y de un grado Honoris Causa en literatura en de la Universidad de Yale, Edith Wharton, nacida en 1862 en el seno de una aristocrática familia neoyorquina, recibió, para superar con creces mediante el esfuerzo personal, la mediocre educación de las mujeres de entonces.
Cuando años más tarde un periodista le preguntó si el ambiente familiar había contribuido en algo al desarrollo de sus dotes de escritora, respondió que entre los suyos no había ninguna tradición literaria. No obstante, sus padres la dotaron con dos armas según ella indispensables para escribir bien: buenos modales, además de un excelente uso del inglés. Ambos elementos aparecen de continuo en unas novelas donde los protagonistas revelan complejidades de carácter, no todas loables, ocultas tras un barniz refinado, a la vez que hacen uso de un elegante lenguaje. Escudos tras los cuales enmascaran el egoísmo, la ignorancia, la falta de sentimientos, el implacable afán de dominio.
La primera publicación reconocida de Edith Wharton fue un libro sobre decoración de interiores editado por un amigo, que ya había dado a conocer algunos de sus poemas juveniles en un volumen que se tituló Versos. El editor accedió a sacar unos cuantos ejemplares, convencido de que solo las personas de su entorno los comprarían. Cuarenta años más tarde el libro seguía despertando interés, junto con sus relatos, ensayos y novelas.
Nada en la vida de esta escritora estuvo en conformidad con lo que el mundo esperaba de ella. Se atrevió a desafiar la prohibición de ser famosa, algo que una mujer debería evitar, así fuera al precio del sacrificio de una vocación. Comenzó a viajar en compañía de sus padres siendo apenas una niña, hasta llegar a cruzar en barco 66 veces el Atlántico. Antes de los quince años hablaba inglés, francés, alemán e italiano. Rompió un compromiso matrimonial días antes de la boda, gozó de gran popularidad entre las amistades masculinas, mantuvo una larga relación sentimental con el periodista Morton Fullerton y tuvo el valor de divorciarse, lo cual hacía de una mujer de su posición una especie de paria, tal como se vería más adelante con la encantadora Madame Olenska, sin duda su alter ego en La edad de la inocencia.
El hecho de escribir significaba transgredir las normas, en un mundo regulado por preceptos masculinos. Hay que tener en cuenta que los primeros relatos de Edith Wharton aparecen cuando las revistas excluían historias referentes al amor, a la religión, a la política, al alcohol y a los homosexuales, es decir, cuando pretendían dejar al escritor sin asunto. Uno de sus primeros editores le prometió un considerable adelanto, siempre y cuando no escribiera sobre relaciones non sanctas. El propio presidente Theodore Roosevelt le recriminó el no haber hecho de una de sus heroínas una mujer honesta, y un académico, luego de leer La casa de la alegría, comentó que ninguna gran obra de la imaginación se ocupaba de pasiones ilícitas. Tal es el mundo que desafió para poder escribir, el que retrata con la más exquisita y despiadada ironía.
A comienzos de 1900 sus viajes a Europa se hicieron casi constantes, hasta instalarse de manera permanente en París. Esto le permitió participar en el sofisticado mundo de los salones literarios franceses, intercambiar ideas con los intelectuales del momento. Entre los muchos escritores con quienes mantuvo una estrecha amistad, sin duda el más entrañable para ella fue Henry James. Edith Wharton solía pasar temporadas en su casa en Inglaterra, James la visitaba en su apartamento de la Rue de Varennes, hacían excursiones por el campo tanto en Francia, como en Italia, en Inglaterra.
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Pese a que ambos tenían conceptos divergentes en cuanto a la estructura de la novela, pues Henry James consideraba que debía estar sujeta a un estricto plan preliminar, con el asunto central analizado desde diversas perspectivas, en tanto que Edith Wharton se orientaba por la novela-crónica, escrita con mayor libertad, susceptible de improvisación, ambos se apoyaron, se respetaron y sin duda aportaron elementos valiosos a su trabajo.
En medio de los viajes y las temporadas de vacaciones en The Mount, la casa campestre que diseñó en Lennox, Massachusetts, escribió acerca de sus recorridos, un hermoso volumen sobre los Jardines y villas italianos, cuentos, poemas, además de su autobiografía, Una mirada retrospectiva. En ella subraya la importancia para su trabajo de la amistad con figuras del mundo del arte y la política como Theodore Roosevelt, Jacques Emil Blanche, por supuesto Henry James, Rosa Fitz James, Walter Berry, Scott Fitzgerald, André Gide, Sinclair Lewis, Jean Cocteau.
Sin embargo, la maestría de Edith Wharton está en la novela, aún más que en la poesía o el ensayo. La casa de la alegría, Ethan Fromme, Verano, El viejo Nueva York, Los frutos del árbol, son algunos de los títulos brotados del talento y el agudo sentido de observación de esta prolífica autora. La universalmente aclamada es La edad de la inocencia, publicada en 1920 y merecedora del Premio Pulizer en 1921. La novela, que además fue llevada al cine en una artística producción en 1993, describe la cortedad de miras, la ignorancia, los prejuicios y el manejo del poder en las relaciones humanas, al interior de la alta sociedad de Nueva York.
Solo alguien que conociera de primera mano ese mundo asfixiante, permeado por la hipocresía, podría haberlo recreado de manera tan fiel, tan despiadadamente veraz. Con pulso seguro y una voz sin titubeos, Edith Wharton presenta la llegada a Nueva York de la condesa Elena Olenska, el revuelo que su indeseada presencia causa entre personas incapaces de enfrentarse a una mujer separada de su marido, sin ninguna inclinación a mantener las convenciones, con un pasado dudoso, pues además de la separación está la sospecha de un amante, fantasma que la vuelve una amenaza ante los ojos de unos parientes entre los cuales cree haber encontrado un refugio, pero que la excluyen de manera violenta, despiadada, sin abandonar nunca los modales elegantes que los distinguen del común de los mortales, el lenguaje refinado, la sonrisa traidora.
Con una estructura lineal, unos diálogos detrás de los cuales está siempre el ojo vigilante de la narradora, algo que podría asfixiar a sus criaturas, como sin duda lo hace la vida en Nueva York, pero con destreza para situarse en una posición preeminente con el fin de hacer un descarnado retrato, La edad de la inocencia tiene un pathos que aumenta en intensidad a medida que Madame Olenska va de error en error, dejándose ver en compañía de artistas, interesándose por su trabajo, adquiriendo una pequeña casa en el lugar equivocado, caminando por la Quinta Avenida en compañía de un rico banquero a quien se acepta solo por su dinero, y, finalmente, enamorándose del prometido, más tarde esposo de una prima.
Alguien tan diametralmente opuesto a lo estipulado, no tiene cabida en una sociedad provinciana a pesar de las pretensiones cosmopolitas, donde sus integrantes se desinteresan de la existencia de gentes de otras nacionalidades, culturas, credos, así sean sus vecinos, siempre instalados en una quietud en contravía de los cambios por los cuales atraviesa la ciudad. La edad de la inocencia denuncia la carencia de sentimientos de un grupo social regido por prejuicios, enceguecido por sus principios, congelado dentro del atávico orgullo de sus miembros.
En su seno hay algunos apellidos que por antiguos, poseen el poder de figuras reinantes en los salones, personas cuya sola opinión es suficiente para hacer la felicidad, o la desdicha de otras. Sin duda, el conocimiento de primera mano de los privilegiados de su tiempo, permitió que Edith Wharton pudiera transmutar en arte lo que de otra manera sería solo egoísmo, mezquindad. Una muestra más del poder de la novela, de su capacidad de ir más allá de lo aparente, en busca de una verdad.
Llama la atención que la “tribu”, tan magistralmente descrita en el proceso de cerrar filas contra la intrusa, expulsándola de su seno, aparezca, dentro de un cambio de decorado, pero con las mismas características, sesenta años más tarde en las novelas del periodista y corresponsal de CNN, Dominick Dunne. De manera especial en Gente como nosotros, Dunne vuelve sobre las mismas convenciones, los mismos prejuicios y la misma estrechez de pensamiento de los neoyorkinos, no ya de comienzos de siglo, sino de los años ochenta y noventa. Parecería que en lugar de vivir en la considerada capital del mundo, estos personajes se hubieran propuesto negar las ventajas de su posición para pasar la vida como una verdadera tribu, en una aldea apartada. Un grupo constreñido por unos anti valores sin revisión, la forma de mantener el control que encasilla a cada cual en un papel previamente establecido.
Ambos escritores, Edith Wharton y Dominick Dunne, lo hacen con la misma ironía, a la cual no escapa un dejo de amargura. Con el mismo conocimiento de los sujetos, que recrean en unas páginas memorables. Con una inocultable desesperanza, porque saben que en su medio solo la forma, no la esencia, puede a cambiar.