Atormentada porque un vendedor ambulante le entregó un juego de agujas de bordar sin ojos y, obviamente, imposibles de enhebrar, Dolores Montoya se asomaba a la ventana de su casa, en La Rosa, a ver si de pronto alcanzaba a verlo y a llamarlo para que se lo cambiara por otro.
Pero era tarde. De modo que más bien se olvidó de aquello, posó su mirada en las plantas del antejardín que hay delante de su puerta y pensó que esa rosa, que le hace honor al nombre del barrio, lo mismo que la penca de sábila y los besitos, necesitaban agua.
Dos minutos después ya estaba dándoles de beber.
–Esta rosa la sembré tomando un gajo de aquella otra que está en la esquina... ¿Y ve esta otra de flores amarillitas de hojitas verdes? Es una verdolaga. Me la dieron, la tuve como un mes en una coca con agua y, de pronto, me dio por sembrarla. La puse ahí casi tirada ¡y vea cómo se puso!
Dolores dijo que vive enferma. Que Ricardo, su esposo, también vive enfermo. Ella se solaza con el jardín, a pesar de que ese rectángulo de tierra no hace parte de su vivienda, sino de la casa de la esquina. Él, evocando a Frontino, de donde es oriundo.
En otros tiempos, diga usted, hace 20 años, La Rosa sufrió violencia, recuerda Ricardo. Sus hijos, once, todos criados en este barrio, salían a la calle y llegaban tarde de la noche con el argumento: no, papá, nosotros no le hemos hecho nada a nadie y confiamos en que no nos hagan nada tampoco.
—Y nada les pasó —interviene Dolores—. Uno se me murió de cáncer en el hígado, pero no por la violencia, gracias a mi Dios.
¿Fiestero? Sí, La Rosa es un barrio fiestero. Contó Luis Alfonso Zapata, un hombre que vive sobre la empinada calle 99, justo al frente de la casa de Dolores y Ricardo.
—Hacemos sancochos y fiestas por Navidad, porque es domingo, porque el día está bonito. Le puse plancha a mi casa, precisamente para hacer las fiestas.
—En diciembre, Nuestra Gente hace un desfile por las calles del barrio, con teatreros del mundo —cuenta Rubiela, la hermana del fiestero.
Rosales y Las Violetas
En Rosales hay uno que otro rosal. Este barrio de Belén es rico en jardines donde abundan las veraneras, las hortensias, los novios...
María de la Cruz vive en este barrio hace 38 años. Siempre ha sembrado rosas en su antejardín. Cada menguante se llena de rosas. Las tres primeras que ve, las corta para decorar el altar de la virgen María, que tiene dentro de la casa, porque es ella, la Virgen, la que permite que haya flores.
—Me gusta la fiesta de las flores, porque en las flores está Dios y debemos agradecerle que existen.
En Las Violetas, en cambio, no se consigue una violeta ni con fotografías satelitales.
Darío Marín Quintero, un legumbrero del barrio, lleva allí 63 años, los mismos que tiene de vida, y ni siquiera las conoce. Jesús Oquendo, que se sienta en la entrada de este negocio, a pesar de vivir en el Morro desde los tiempos en que era un morro pelado, sin casas, tampoco las conoce.
Quien sí sabe de ellas es Marta Giraldo, una peñolera que llegó a Las Violetas con su esposo, Luis Uriel Suárez, en 1977. Pero no tuvo noticias de ellas por haberlas visto en este barrio de Belén, sino porque cuando era niña, su mamá tenía muchas sembradas en el empedrado de la entrada de la finca.
—Cuando mis hermanas y yo íbamos a salir al pueblo —recordó—, mi mamá cogía dos o tres florecitas de violeta, las estripaba con sus dedos y nos untaba esa fragancia en el cuello. Era el perfume.
Marta tiene un jardín siempre florecido en la terraza de su casa. Se ve desde la calle.
—La mata que amanezca más bonita y florecida —comentó Uriel—, la pone adelante, para que se vea desde la calle. Lo que siembre, le prende. Con decirle que ayer sembró esta flor de un día y ya hoy está florecida.
Marta aclaró que las flores de violetas no se ven a simple vista. Deben levantarse las hojas para apreciarlas.
—Eso es como dice la canción: La mujer buena es como la violeta: hay que saber buscarla.
3
barrios con nombre de flores específicas hay en Medellín. Otros 5 son sustantivos colectivos, como La Florida.