A las 12 del mediodía, San José de Uré se hunde en un letargo que parece interminable. El sol, sin piedad, obliga a sus habitantes a buscar una sombra donde la temperatura no da tregua, y los 37 grados de calor se sienten como un ardor en la piel. El pueblo parece dormir: las tiendas cierran y en las calles, minutos antes atestadas de motos, ahora circulan unas pocas ahuyentadas por el sopor. Es hora de almuerzo.
Como en cualquier pueblo del caribe colombiano, el parque principal es el centro de la vida. Allí está la iglesia, una mole de 40 metros de altura, blanca y naranja en cuya punta un Cristo bendice a diario a los 15 mil uresanos que al pasar por la puerta se santiguan. Al lado del templo, una reunión se hace casi que en silencio. El tema es sobre algo que se rumora bajito y lentamente: la seguridad del pueblo.
“Hace calor sí, es hora de almuerzo, también. Pero la gente no se entró de la calle por eso. Hay temor, mucho temor, y eso nos afecta a todos”, se esboza en la reunión. Y es cierto.
Los integrantes de este encuentro, casi secreto, son líderes, pero ninguno quiere serlo. “No, no me trate de líder social, ahora nadie quiere ser eso, es como ponerse una cruz en la frente. Hablar de las necesidades y sufrimientos de nuestras comunidades se convirtió en una amenaza fija”, dice una de las personas.
Su temor es justificado: San José de Uré en 2017 registró un homicidio, pero para el año pasado esa cifra llegó a 25, de los cuales casi la mitad eran personas que trabajaban por la comunidad.
Estos asesinatos ubicaron a esta pequeña población, según la Fiscalía, como una de las que porcentualmente registró un mayor aumento de muertes violentas en todo el territorio nacional. Uré es un pueblo que a pesar de la pobreza que caracteriza muchas poblaciones ubicadas en territorios lejanos del país, es diferente.
Con apenas 11 años de vida como municipio, cuenta con algunas calles pavimentadas, las casas tienen color, el colegio y el hospital son estructuras sólidas, hay luz, alcantarillado y un río que lleva su propio nombre y que con sus aguas cristalinas le da vida.
Pese a esto, la identidad de Uré por estos días se ha ido diluyendo. Ya no se escuchan los vallenatos a todo volumen a cualquier hora del día, y la alegría de los juegos de dominó en las esquinas se ha ido apagando por las condiciones impuestas por el conflicto armado que silencia todo a su paso.
Nuevas tácticas
El 2019 inició con otra dinámica. Hasta la publicación de este artículo no se había registrado ningún homicidio en Uré, pero los ilegales optaron por otras estrategias para crear pánico entre los habitantes: las incursiones armadas.
A las 7:30 de la noche del pasado 6 de enero, en un pueblo cobijado por el silencio, ocho hombres uniformados y dotados con armas largas caminaron sin contratiempo por una de las calles principales de Uré que los conecta con el municipio de Tarazá, Antioquia. En su recorrido pintaron casas y muros con las siglas “BVPA” que significa “Bloque Virgilio Peralta Arenas”, tal y como se hace llamar la banda criminal “los Caparrapos”.
“En comparación a lo que ocurrió en 2018, los homicidios bajan, pero la presión se mantiene. Eso puede estar haciendo ese grupo de los Caparrapos, le bajan a los homicidios pero aparecen armados en las calles. Eso es mostrar presión a todos sus habitantes”, recalca un residente, quien al igual a todos los que hablaron con EL COLOMBIANO, pidieron no ser citados.
La incursión de “los Caparrapos” tenía como objetivo dejarles un mensaje a los integrantes del Clan del Golfo que delinquen en el municipio y a quienes quieren sacar para apropiarse de las rentas ilegales, que en el caso de San José de Uré, son obtenidas de la extorsión.
“Acá todo el mundo paga: el del hotel, el del negocio, el de la carnicería, el del transporte público. Se llegó al punto que si hay una pelea, se debe pagar multa. Se le paga al grupo que tenga ese territorio”, le confirmaron a este diario algunos funcionarios de la Alcaldía Municipal.
Esta situación, como dicen las mismas autoridades locales, no ha tenido solución aunque la Policía tenga una patrulla de cuadrantes y comandos recorriendo las calles de Uré en el día, y el Ejército despliegue soldados en la noche alrededor del parque principal.
Los uraseños, los mismos que se santiguan al pasar por la iglesia, los que juegan dominó y escuchan vallenatos, los que se ganan la vida trabajando en las motos, siguen siendo víctimas de los violentos que poco a poco ganan más espacio.
Uno de esos líderes, que ya no quiere serlo más por temor y que estuvo en la reunión al mediodía, sostuvo que para todas las personas el por qué de la situación que vive Uré es confuso. “No sabemos quién es quién. Se habla de reductos de paramilitares; unos dicen que son los Paisas, otros que los Urabeños, después que Caparrapos o Clan del Golfo”, aunque tras lo que pasó el 6 de enero, “todo cambió cuando llegaron a pintar las paredes con unas siglas”.