Álvaro Gómez Hurtado logró que sus palabras fueran hechos. Era 1985 y la convención del Partido Conservador lo eligió como candidato a la presidencia para los comicios que disputó un año después contra el liberal Virgilio Barco y el alternativo Jaime Pardo Leal.
Ese día, en un escenario de bambalinas azules y ante un público que ondeaba banderas del mismo color, Gómez Hurtado advirtió: “Para merecer el cambio que queremos, debemos fabricarlo nosotros mismos”.
No quiso dejar las cosas al azar para la colectividad que lo vio nacer para la política desde el seno de la familia del exmandatario Laureano Gómez. Álvaro, el político, periodista, escritor, pintor en sus tiempos libres, amante del porro y el bolero, les pidió a sus partidarios que se prepararan para una renovación. “Esperamos a que haya tanto cambio, que yo pueda decir aquí que mi revolución es el desarrollo”, aseguró.
En esa Colombia de 1985, él se preparaba para asumir su segunda aspiración presidencial. La primera ocurrió en 1974, frente el liberal Alfonso López Michelsen; y, con los años, llegó una tercera, en 1990 contra César Gaviria. La Casa de Nariño le fue esquiva, tal vez, porque “sus opositores le recordaban a los votantes que él era el hijo de Laureano Gómez”. Esto lo afirma el escritor Juan Esteban Constaín, quien el año pasado publicó el libro Álvaro, su vida y su siglo, una biografía del dirigente conservador.
Quisieron usar sus raíces como arma, pero Gómez Hurtado jamás resultó herido por esas punzadas. Sentía orgullo de sus bases. A su padre, Laureano, lo describía como un hombre que estaba “solo con su pueblo”. Y ese amor por la gente, decía, lo heredó de él y, en gran parte, de los catorce meses en los que vio a su progenitor ocupar la Presidencia y durante los años de exilio tras el golpe de Estado de Gustavo Rojas Pinilla.
Su meta era una: que fuera el pueblo el que lo llevara hacia la dirección del Estado.
Servicio a Colombia
Tres candidaturas a la Presidencia, treinta años de servicio en Senado y Cámara, y dos periodos en el Concejo de Bogotá. A esa corporación llegó cuando tenía 21 años y a los 28 ya ocupaba un escaño en el Legislativo. Era un conservador, sí, pero se proclamó como un hombre abierto al desarrollo. La historia de su vida comenzó el 9 de mayo de 1919 en Bogotá, en una familia militante. Por el trabajo de su papá pasó su niñez y juventud entre Alemania, Argentina, Bélgica y Francia, países en los que Laureano residió por motivos diplomáticos.
Se graduó de un colegio católico, estudió Derecho y Economía en la Universidad Javeriana y terminó militando en la política casi que por herencia. Años después, en 1983, mientras ocupaba el cargo de embajador en Estados Unidos, recordaría los consulados que visitó en su infancia.
Constaín dice que era un hombre de partido, pero que gracias al exilio por el golpe de Rojas Pinilla y sus viajes a Europa se convirtió en un estadista. Planteó una revolución social pacífica, escuchando la voz de la ciudadanía y no la de las ametralladoras, como único camino para lograr la paz. Procuró trazar ese nuevo país de la mano de la gente y con el mandato de las urnas.
En esa búsqueda fue un crítico de las guerrillas de izquierda y del narcotráfico. Incluso, defendía la extradición.
La condena de los sectores extremos del país a sus palabras se tradujeron en un secuestro en 1988, cuando fue raptado durante 53 días por el M-19. “Después de eso los colombianos vieron su entereza”, agrega Constaín.
Estuvo entre los fundadores de la Universidad Sergio Arboleda y del Banco Popular; planteó que el Congreso debería dividirse en dos cámaras, fue de los primeros en hablar de la representación gremial y de la planeación del Estado a partir de presupuestos, también fue el autor de la reforma constitucional que introdujo la elección popular de alcaldes. Paralelo a esto, colaboró con el periódico El Nuevo Siglo, diario de su familia y el cual también dirigió.
Ser un hombre de partido no le impidió hablar con oportunidad si algo del conservatismo le incomodaba. Cuando Belisario Betancur fue mandatario le cuestionó el por qué eligió llamarse “presidente nacional”, en lugar de “presidente conservador”.
Así, Gómez Hurtado jamás calló. Mientras presentaba sus postulados al público con sus manos trazaba el hilo conductor de sus palabras. Sus alocuciones eran pausadas, con unos cuantos silencios para marcar un cambio de tema y, si quería polemizar, subía sus cejas y miraba con firmeza al auditorio.
Hacía gestos rotundos. Con su índice derecho señalaba al cielo, resaltando los detalles a destacar en su homilía. Cuenta su hijo Mauricio Gómez que todo los días escribía sus ideas, como las que tenía para luchar contra la pobreza. Tal vez, cada que sus dedos apuntaban al infinito, estaba indicando una de las tantas reflexiones de sus horas de redacción.
Postulados para el Estado
Sus doctrinas pasaron de sus notas a la carta magna. Junto a Horacio Serpa y Antonio Navarro, Gómez Hurtado fue uno de los presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. El jurista Juan Carlos Esguerra recuerda que “el liderazgo de Álvaro y de sus ideas tuvieron eco y se ven reflejadas en varias instituciones que hoy tiene Colombia”.
En ese proceso sacó adelante la creación del Consejo Superior de la Judicatura, la concepción del principio de buena fe (artículo 83) y la protección del ambiente (artículo 79). Pasos que se sumaron a otros cimientos que ya había dejado para el Estado: la formulación de la Corte Constitucional y de la Fiscalía General de la Nación, y la redacción de artículos sobre la Defensoría y la Procuraduría.
Cuando Colombia dudó sobre el proceso que se llevaba a cabo en Bogotá, relata Esguerra, “él dio tranquilidad sobre la base de decir que estábamos haciendo las cosas bien, que sabíamos para dónde íbamos”.
Gómez Hurtado decía que “todo tiene algo de política porque esta es un enmarañado sistema de compromisos adquiridos”. Pero su lista de deberes fue segada el 2 de noviembre de 1995, cuando fue asesinado en las inmediaciones de la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá. Salía en su Mercedes de dictar cátedra cuando un grupo de hombres armados lo abordó y le propinó varios disparos. Lo llevaron a la Clínica del Country, pero ya era demasiado tarde.
“¡Silenciado!”, tituló EL COLOMBIANO al día siguiente. “El final de la grandeza”, reseñó El Nuevo Siglo. “Gómez era considerado uno de los hombres más brillantes del país”, se escribió en las páginas de este diario.
En 2008, la justicia señaló al Cartel del Norte del Valle como responsable del magnicidio. En 2017, su caso fue declarado como crimen de lesa humanidad por la Fiscalía, lo que permite que la investigación no prescriba. Para mayo de 2019 el ente acusador reconstruyó la escena del crimen, buscando una respuesta que aún no llega.
No obstante, un nuevo giro en el proceso se dio el pasado sábado cuando la Jurisdicción Especial para la Paz anunció que la extinta guerrilla de las Farc entregó una misiva asumiendo la responsabilidad en su magnicidio.
El abogado y sobrino de la víctima, Enrique Gómez Martínez, sentencia: “Vamos a trabajar para que no le quiten la competencia a la Fiscalía. No hay validación ni sustento fáctico y probatorio de que las Farc fueran las responsables”.
En los últimos meses de su vida fue un duro crítico del gobierno de Ernesto Samper. Después de su homicidio este declaró el estado de “conmoción interior”, pero la familia del líder conservador lo culpa, junto al su exministro Horacio Serpa, del crimen.
Ya pasaron 25 años desde su homicidio y las preguntas sobre su caso persisten, por lo que la tarea de la JEP –tras la declaración de las Farc asumiendo que ordenó matar a Gómez Hurtado– será clave para conocer la verdad en torno a uno de los crímenes que más sacudió la historia reciente del país.