Hay que ver cómo se instala la incomodidad cuando hay silencio. Un silencio incómodo, por supuesto. Como cuando se hace presente aquel que, unos segundos antes, era protagonista en ausencia de la charla. Los rostros silenciosos lo dicen todo. Es decir, nada.
Tuve un amigo en la universidad que sorteaba el momento con un chiste sobre un hombre al que le faltaba un brazo, un orinal y unas monedas, que contaba con gracia suficiente para conjurar la mudez.
Hay gente elegante para pedir silencio, como Jorge Drexler. “No hay que desperdiciar una buena ocasión de quedarse callado”, canta el uruguayo. Y hay gente que no tiene tacto para hacerlo, así le celebren la intención, como ese rey español –ya sin corona– que, salido de sí, gritó enfurecido: ¡¿Por qué no te callas?! Sin lograr el objetivo de enmudecer a nadie.
Además, hay razones de peso para el silencio. Es mejor parecer idiota que abrir la boca y despejar las dudas, aconsejaba el humorista Groucho Marx.
Aunque es bueno el silencio. Lo supo, por ejemplo, José María Caballero Llanos, el cronista de la independencia que funge como protagonista de La ruidosa marcha de los mudos, la novela de Juan Álvarez, quien gracias a su imposibilidad de musitar palabra (Caballero Llanos, no Álvarez), terminó participando muy a su manera en los hechos de aquellas jornadas previas y posteriores al 20 de julio de 1810. O Gaitán, que logró que una multitud marchara, llenara la Plaza de Bolívar y luego se fuera sin que nadie allí —a excepción de él— lanzara un solo grito.
Lo entendió Childish Gambino en esos 15 segundos sin sonido alguno en This is America, antes de que la polémica canción entre en su minuto final. Y fue más allá John Cage, con 4’33’’, composición en tres movimientos para ser interpretada por cualquier instrumento y cualquier músico, con la exacta instrucción de no ejecutar ni una sola nota durante esos cuatro minutos y treinta y tres segundos de duración.
Es también una forma de estar: “Lo reconocí por su silencio”, dijo Borges de Italo Calvino, cuando alertaron al argentino de la presencia del italiano nacido en Cuba durante la charla en la que no se oía la voz del autor de Las ciudades invisibles.
Pero no nos digamos mentiras. La bulla es nuestra huella en este mundo, como los gases de efecto invernadero y la inhumanidad. Ya lo definió Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo: “Ruido: olor nauseabundo en el oído. Música no domesticada. Principal producto y testimonio probatorio de la civilización”.
Hacen bulla los carros, las motos, la licuadora, el taladro, el repicar de los celulares, el martillo neumático, los bafles retumbando en los centros comerciales y en la calle, la canción ininteligible de las donas, la guadañadora, la retahíla del kilo de manzanas por mil... Somos gente ruidosa, lo sabe el vecino del piso de abajo, lo sabemos del vecino del piso de arriba.