Con una socarronería paramuna dijo que mirara bien en las ochenta páginas de avisos de joyas, cigarrillos, plata martillada, refrigeradoras, lavadoras, radios, instrumentos de fotografía y óptica, ventas de autos, impermeables, muebles Art Déco y Bauhaus, sanitarios, paños ingleses, sombreros Stetson, anuncios de Almacenes Ley, la peluquería Ricard para hombres y el salón de belleza Castillo con sus durables permanentes de cabello.
Volví a encontrarme con él a comienzos de los años setenta, recién llegado yo a Madrid desde Berlín, donde el alemán me había derrotado y tuve que optar por la España del tardo franquismo para continuar mis estudios de doctorado. Lo encontré en uno de los bajos del palacete de Martínez Campos, donde reposaba de agregada cultural, desde el año 46, doña Amira Arrieta McGregor, ya muy mayor, con su inmensa melena recogida por una redecilla que la hacía ver, sentada en su poltrona victoriana y las piernas veladas por una manta a cuadros, como una anciana Eva Perón en La Pródiga de Mario Soffici.
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Al salir, Antonio me invitó a beber una caña en la Cervecería de Correos, un bar que hubo cerca de Cibeles, sobre Alcalá. Allí salió con una de las suyas, que entre de veras y medio chacota, lo dejaban a uno sin comentario. Dijo que a ese lugar habían bajado andando, desde Hilarión Eslava tomando Princesa y luego Gran Vía, Neruda y Lorca antes de este salir para Granada, y que él frecuentaba esa cantina cuando veía que ingresaban Gaya Nuño y Cela que, por cierto, dijo, sufría de hiperplasia de la próstata. Gaya era un experto en las pinturas de El Prado, donde Antonio iba los domingos.
Le vi poco entonces, mientras yo hacía los cursos de doctorado en la Complutense. Creo que esos fueron los años felices de su vida, cuando las mujeres eran jóvenes y bonitas, hablaba mansamente en un tono menor que delataba regusto con sus erudiciones históricas y había sobrevivido haciendo bocetos con carboncillos que enajenaba con la ayuda de un chileno en Saint German de Pres, o consumido todo un verano en Fiscaro, comiendo días enteros quesos de cabra cefalonias, mientras repetía que gracias al aburrimiento de Francia tras los diez años de gobierno del General De Gaulle, el estallido de Mayo de 1968 había sido una suerte de carnaval de Rio de Janeiro, “que duró un mes y fue muy divertido”: “A quién se le ocurre que en una revolución de verdad se vayan a tomar un teatro en vez de un cuartel. Es desde los cuarteles de donde viene la represión, no desde los teatros. Fue una rebelión en mayor parte de los jóvenes contra los viejos y lograron aterrorizarlos, pero no pasó nada”.
Antonio quiso ser pintor, quizás porque su padre, para mantenerles ocupados, les hacía dibujar y copiar en El Prado, pero Luis, que era mayor, le ganó la partida. De allí, creo, su afecto por el arte de la escritura, de la composición apolínea de la frase, y la tauromaquia, que le hacían ver y sentir, entre los estruendos de las plazas, la elación tangible de la belleza, creada por choque entre una bestia y un amanuense, con ese arte cruel y horrendo que tanto quiso. Solo el dolor engendra placer, y el placer resulta de ver y sentir algo que no estuvo el momento anterior y nace ante nuestros ojos y sentidos.
De esos pocos encuentros en el Gijón o el Comercial recuerdo los repasos de los ensayos de Borges y Camus, que Antonio clausuraba imponiendo una cita, casi siempre de Valery, a quien leía entonces, descalificando las traducciones de Néstor Ibarra del Cementerio marino, y de los ensayos, hechas por Jorge Zalamea y Fernando Arbeláez para Lozada, cuando vivían exiliados. También le encantaban los chismes sobre los ires y venires de los vejetes colombianos que se reunían cerca de Chicote, presididos por Felipe Lleras, exdiplomáticos y ricos retirados en el Madrid de finales del franquismo, cuando no había llegado la crisis del petróleo y la Gran Vía permanecía abierta hasta bien entrada la alta noche.
Caballero volvió a Colombia cuando su resucitado coetáneo y benefactor, Enrique Santos Calderón, harto de no poder ser director único de El Tiempo y apenas, esos años, del Suplemento Dominical donde Antonio vendía sus monos, convenció a García Márquez de hacer Alternativa [1974-1980], un semanario para unificar los veredictos de las facciones de la Inteligencia zurda colombiana, periodistas que creían poder cambiar el rumbo de los acontecimientos y las trapisondas políticas de la oligarquía con meras columnas de opinión, sacándole el cuerpo al comunismo de Luis Alberto Morantes, pero ilusionados con el sancocho nacional de Jaime Bateman.
Los años que Caballero estuvo a cargo de la redacción de Alternativa duraron bajo los gobiernos de Lopez y Turbay, esos “idus de marzo” que anunciaron el lamentable gobierno de Betancur. Bajo Turbay la marimba dio paso a la cocaína y el Cartel de Medellín que financiaría, dicen ahora los historiadores de la mafia misma, el robo de armas del Cantón Norte, la toma de embajada dominicana; y ejerciendo un terrorífico Estatuto de Seguridad, el general Camacho Leyva puso preso y torturó numerosos militantes del M e intentó detener a GGM no sin antes torturar, en las Caballerizas de Usaquén, al anciano poeta Luis Vidales, fundador del PC y padre de uno que había trabajado en Alternativa.
En una de mis visitas a Colombia, mientras vivía en NY, volví a ver a Antonio, cuando estaba escribiendo Sin remedio. Me enseñó dos o tres poemas que decía haber escrito para divertirse o hacer caricaturas líricas, uno de ellos extenso, que terminó por el ser el cigüeñal de la novela, pero no le tomé en serio y por el contrario comenté que yo estaba escribiendo una nota sobre los cambios de asuntos y melodías de los poetas contemporáneos, agregando que recordaba algo suyo donde sostenía que luego de Mayo del 68 solo hubo desencanto y frustraciones para la generación de las barricadas y el liderazgo maoísta de Sartre. Y le dije que iba a hacer una antología, una suerte de ampliación de una muestra que yo había hecho de la “nueva” poesía colombiana en una revista venezolana, Árbol de fuego, creada por una descendiente del Libertador y nadie había visto en Colombia.
Sin remedio apareció en 1984 en Bogotá, publicada por una editorial espectral que se hizo a costa de piratear libros de García Márquez y el despojo de los derechos de los autores, e incluso de los pintores, que ilustraban las cubiertas. Como muchos de los libros que publicó José Vicente Kataraín, este tiene dos mil erratas, una fruslería frente a las cinco mil que una crítica halló en la edición de María, de Isaacs.
Al leer la novela de Caballero me di cuenta que algo, de lo que yo había comentado sobre la poesía de nuestra generación, había calado en su caletre, y que su personaje, llevando una vida de abulias y fracasos en la Bogotá sediciosa de los tiempos de Alternativa, intenta, hasta su fusilamiento, fundar un poema, que sin mencionar el sustrato de esa sociedad santanderista de narcos y guerrillas subversivas, diera testimonio de que ni la vida ni las sociedades avanzan o retroceden, y son, por el contrario, un eterno retorno del eterno fracaso; la plena conciencia de la desilusión, de que todo el sortilegio que ofreció el Renacimiento o la Sociedad Industrial o la posguerra capitalista y comunista, ya no tenía qué ofrecer y la vida era eso, una mierda.
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Durante el cuatrienio Barco/Gaviria numerosos intelectuales y periodistas, incluso actores y actrices, tomaron camino del exilio, no se sabe aún si como consecuencia de solapados actos gubernamentales o la mera guerra sucia instaurada por la mafia del narcotráfico. Antonio Caballero, Jorge Child o Alberto Aguirre estuvieron entre ellos.
Es quizás ese el momento cuando Caballero terminó por aceptar que el arte literario, o el toreo o la pintura y el dibujo, habían sido desplazados por “el cuanto me lleva usted allí” de la sociedad colombiana, y solo quedaba incitar a quienes supiesen leer y escribir o intentaban gozar una obra o una corrida de toros, saber que solo la ética y no el poder podía mantenernos en vilo, es decir vivos, vegetando, entre comunidades de fenecidos vivos y desahuciados.
Sin embargo, de esos años son también, ese manojo de artículos que, publicados como Paisaje con figuras, recoge sus opiniones o críticas sobre Pemán, Sartre, Cela, Cortázar, Onetti, Borges, Leonardo, Goya, Murillo, Manet, Monet, Picasso, Dalí, etc., etc. Uno de los memorables libros de escritor alguno en nuestra lengua y que seguro será mejor leído y admirado a finales de este siglo, víctima del impresionante avance de las tecnologías y que terminará como todos: volviendo al principio, a la inteligencia y la belleza.
Antonio se fue convirtiendo, al volver y vivir en Colombia y a través de las notas de prensa, en un intelectual crítico, ético, el que se alza, en nombre de la verdad contra las mentiras sociales, de la nación y de su tiempo, no porque posea la verdad sino porque tiene que decir las suyas, el intelectual del alejamiento brechtiano, el imprescindible, el Sócrates. Un opinador desinteresado, huyendo del servilismo con los poderosos o el miedo servil, con solo su intelección que le hace distinguir el bien del mal y el carácter, que le empuja a decir, a hablar su verdad. Por ello terminó convertido en un enemigo público, el discrepante nato de todos los poderes. Ese poder que dio muerte a Sócrates con la cicuta y que también da muerte, a muchos hoy, con la cancelación y el arrinconamiento y el odio y el desprecio.