Que cuando hace mucho calor, los perros ladran al mismo tiempo, salen muchas lagartijas o los pájaros cantan más, dicen, es porque va a temblar. A veces sí, a veces no.
Lo cierto es que en la tarde del 24 de diciembre, dos sismos sacudieron el país desde Mesetas, Meta; el primero con una magnitud de 6,2 y el segundo de 5,7. Luego, una seguidilla de más de 200 réplicas, de menor escala, se hicieron sentir hasta ayer. Se trata de un desplazamiento milenario de las cordilleras del Bloque Andino, con dirección a la Orinoquia y Amazonia, así lo explicó Marta Calvache, directora del Servicio Geológico Colombiano.
Un sismo “es la liberación de energía que se va acumulando a lo largo de los años, cuando las placas de la corteza terrestre se encuentran y chocan”, agrega Calvacho.
En el Meta se encuentra el límite de la cordillera oriental. Ese punto es un nudo donde las placas chocan y se da “un constante resquebrajamiento de la corteza terrestre, los bordes de las cordilleras son una forma que se ha generado por esa liberación de energía”, explica Calvache. Para ilustrar la tensión que se genera en esas coyunturas, Calvache hizo referencia a la fuerza que se necesitaría para partir un escritorio de madera: “Cuando se logra romper, se libera mucha energía y ahí es cuando se siente el temblor”, añade.
Ver temblar las lámparas de la casa o ser sacudido en la cama, naturalmente, alerta a las personas. De inmediato surgen las especulaciones sobre una posible hecatombe natural o sobre las consecuencias del calentamiento global sobre el ambiente. Si bien los desastres sí pueden ocurrir, no significa que cada vez que tiembla es porque algo malo va a pasar.
“Estos fenómenos vienen ocurriendo hace millones de años. Son procesos de la corteza terrestre que nada tienen que ver con cosas que ocurren en la atmósfera o con el comportamiento de los seres humanos”, explica Calvache frente a los presagios populares.