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Para el próximo 6 de diciembre están previstas unas “elecciones” en Venezuela, convocadas por el régimen dictatorial de Nicolás Maduro para elegir los dignatarios a la Asamblea Nacional, poder legislativo hoy asediado y prácticamente clausurado por toda clase de tretas y arbitrariedades del régimen chavista.
A esa Asamblea Nacional, legítimamente elegida con mayoría opositora en diciembre de 2015, y a los diputados demócratas, el régimen dictatorial los ha sometido a múltiples persecuciones, acosos, agresiones físicas y verbales y, en muchos casos, encarcelamientos arbitrarios, sin juicios y desprovistos de las mínimas garantías procesales.
Mediante los tribunales de justicia que el régimen dirige y controla, se han impuesto medidas de inhabilitación a los diputados que no se dejan comprar; se anulan las decisiones legales de la Asamblea y los nombramientos que autónomamente podría hacer, al punto de que hoy hay un presidente reconocido como tal por la comunidad internacional –Juan Guaidó– y otro supuestamente opositor pero coludido con el chavismo.
Aparte de eso, hay en funcionamiento una Asamblea Nacional Constituyente cuya totalidad de delegados pertenece al chavismo, que ha usurpado la función legislativa y que no está sujeta a control democrático ni judicial alguno, en cuanto el poder judicial es apéndice del régimen. Esa constituyente ha servido, sí, para dejar de manifiesto de forma irrebatible el doble rasero y la particular concepción del Estado de Derecho y la democracia que tiene la izquierda continental, que no encuentra en ese cuerpo usurpador y políticamente monolítico ninguna contradicción con los postulados de la separación de poderes y el respeto a las diversas corrientes políticas.
Maduro y los cabecillas de su régimen se han mantenido en el poder, pese a todo, y contrario a lo que se preveía hace un año, no parece que vaya a haber alguna salida pactada ni pacífica de él. Sin embargo, intenta obtener algún tipo de reconocimiento internacional que revierta el rechazo que todos los países democráticos le profesan, de modo que de vez en cuanto hace gestos para la galería como amago de relegitimación pretendidamente democrática de su dictadura.
No sorprenden el lenguaje, los términos y las invocaciones hechas por Maduro y por su vocero, Jorge Rodríguez, al anunciar el pasado lunes los “indultos presidenciales”, como muestra máxima de espíritu de reconciliación y de militancia democrática. Y no sorprenden porque el cinismo máximo es una de las condiciones definitorias de la retórica chavista. Maduro, igual que el maltratador que muele a golpes a su pareja y a quienes conviven con él, pretende reconocimiento y agradecimiento cuando deja temporalmente de propinar sus palizas.
Los cientos de encarcelados y ahora “indultados” por la dictadura estaban sometidos a un secuestro, en cuanto ninguna de las garantías que deberían tener les fue respetada. Unos estaban en las mazmorras por orden directa de Maduro, de Diosdado Cabello o de cualquier juez que atiende su juramento de lealtad al chavismo pero no a la justicia. Y otros estaban encarcelados directamente por declararse demócratas. Salvo muy pocas excepciones, esos presos políticos estaban por completo abandonados por el mundo.
Maduro logrará uno de sus propósitos, que es dividir a la oposición, sin unificar criterios sobre si concurren o no a la farsa electoral de diciembre. Unos ya anunciaron que van a concurrir. Allí se toparán con el poder electoral controlado por el chavismo, y por los jueces que los enviarán de vuelta a la cárcel si hay algún asomo de copioso respaldo popular. Los verdaderos demócratas de Venezuela seguirán padeciendo una pesadilla sin término y sin clemencia.