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Así como hay participantes activos, sea presenciales o no, en las manifestaciones y marchas de lo que se ha llamado el paro nacional, hay también una porción considerable de población que sigue con sentimientos cruzados los hechos noticiosos de ese movimiento, así como los actos paralelos que afectan la tranquilidad y el orden público.
El ambiente social, político y económico, ya afectado severamente por la pandemia, se ve sometido adicionalmente a otra prueba de estrés, tanto por los paros como por los actos vandálicos. Estos últimos ocurren y generan alarma e indignación social.
Si las autoridades del Gobierno, la fuerza pública, los dirigentes políticos y sindicales, tienen responsabilidades sociales y políticas en el ámbito de sus competencias y objetivos, también los ciudadanos asumen un papel protagónico a la hora de fijar el alcance de los hechos que pasan en las calles, en sus poblaciones y en su ámbito comunitario.
Ayer publicábamos un trabajo periodístico titulado “Manual para no volverse incendiario”. Contenía una serie de pautas y de consejos para que las personas con criterio de ciudadanía, aporten a la formación de un clima menos cargado y agresivo, teniendo en cuenta que cada uno de ellos, portador de un aparato celular que recibe y emite información constante, puede ser o bien un agente de emisión de rumores, falsedades o alarmismos infundados, o bien un curador y propagador de información fidedigna, que es aquella que la Constitución establece como derecho fundamental de toda persona.
Los consejos son de bastante sentido común, pero no por ello aplicados como sería deseable. Mucha gente todavía asume que sus líderes políticos son agencias de noticias, cuando en realidad son emisores de información que busca un impacto determinado, ajustada a intereses que no siempre son los meramente informativos o ilustrativos. Las fake news, los “refritos” de imágenes o informaciones viejas para hacerlas pasar como actuales, el señalamiento a personas equivocadas, los juicios sumarios de contenido injurioso, tienen una facilidad de propagación tal que una vez emitidos, así se corrijan o rectifiquen, ya generan efectos inatajables.
Para los intereses oscuros de determinados grupos –no solo ilegales– resulta útil lanzar cadenas de rumores, hechos falsos, manipulados o sacados de contexto que generen pánico o azucen sentimientos de rabia, odio, inconformidad o intolerancia. Sea por gestión colectiva o por iniciativa individual, convierten las redes sociales en instrumentos de activismo, militancia, o directamente de la denominada “propaganda negra”.
El portador del móvil, recibida la información mediante la plataforma que sea (y que no corresponda a un medio de comunicación con credibilidad y trayectoria que haya hecho previamente todo el trabajo periodístico de confirmación de hechos, verificación de datos, consulta de fuentes, etc) debe interrogarse cómo le llega, en qué términos está escrita (o filmada o grabada), de dónde proviene la información (qué fuente la emite). Y antes de tragar entero, o de ponerla a circular reenviándola a sus contactos, mirar en medios informativos confiables si se registra esa misma información. ¿Es posible que estos hechos que me comunican hayan ocurrido?, ¿qué intereses puede haber detrás?
También debe haber un sentido de alerta para diferenciar entre hechos noticiosos y las opiniones –o juicios personales del otro–. Así como hay libertad de pensamiento y de opciones políticas o ideológicas que permiten a los ciudadanos tomar partido, también hay una responsabilidad como usuarios y emisores de información que, en todo momento, debería ajustarse a la verdad de lo que ocurre