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La disputa por el control del narcotráfico en amplios territorios de la Colombia profunda amenaza la consolidación de la paz y lleva al país, de manera peligrosa, a la recomposición del conflicto armado.
Si bien en el pasado las organizaciones armadas al margen de la ley, llámense guerrillas o paramilitares, tenían en el narcotráfico su más poderosa arma para hacer la guerra, hoy todos los actores enfrentados hacen la guerra por el control del narcotráfico, con irrespeto absoluto por la institucionalidad y la población civil, que paga la más alta cuota de sacrificios por las matanzas, desplazamientos, confinamientos, extorsiones, asesinatos de líderes sociales, destrucción de su tejido social, expropiación de tierras y otros actos violatorios de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario.
Durante las décadas del conflicto armado, las Farc impusieron en vastas zonas unos códigos y un modelo de ordenamiento social atrabiliario, desastroso, determinado por la sangre y el abuso. Al desmovilizarse gran parte de sus frentes, el Estado adquirió frente al país y el mundo, unas responsabilidades consignadas en el Acuerdo de Paz, para llegar con una nueva institucionalidad a las zonas que dejaban.
La exacerbación hoy del conflicto, con nuevas organizaciones criminales, nacionales y transnacionales dedicadas al narcotráfico, se genera, en amplia medida, por la presencia residual o nula del Estado en amplias regiones del territorio: Bajo Cauca, norte de Antioquia y el Gran Urabá; el extremo del suroccidente colombiano, Putumayo, Chocó, Valle, Nariño y Cauca, con clara conexión con el Pacífico; Norte de Santander y Arauca, en la frontera venezolana; Magdalena, Bolívar, Córdoba y Cesar, en la costa Caribe y territorios de la Orinoquia y la Amazonia. Es decir, buena parte del mapa que dejaron las Farc.
Las consecuencias son dramáticas y dolorosas. En lo que va del año ha habido 236 víctimas en 59 matanzas, más de una por semana, según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). En 2017 hubo 11 masacres, 2018 sumaron 29 y en 2019, 37.
A agosto 15, según estudio de varias bancadas del Congreso, la cifra de desplazados en 2020, con 16.920 casos, aumentó 96,8 % sobre 2019.
El perfil criminal para doblegar enemigos y sembrar terror sigue siendo el mismo del pasado, con algunos ingredientes típicos de la guerra mafiosa (asesinatos de niños, jóvenes y mujeres, que nada tienen que ver con sus problemas); la diferencia está en la inexistencia, ni aparente ni prefabricada, entre las organizaciones enfrentadas de un discurso o bandera política, como el que enarbolaron las desmovilizadas Auc, en nombre de la “ultraderecha”, por la defensa de un modelo de país, o las guerrillas, expresión de la izquierda radical nacional e internacional por la toma del poder.
Las alianzas entre el Eln y los carteles mexicanos; las disidencias con los Caparros para perseguir otras disidencias y desmovilizados; los choques armados entre Caparros, Clan del Golfo, Gaitanistas y otros grupos seudoparamilitares, permiten concluir que hoy la lucha es a muerte por narcotráfico.
No obstante por el carácter del nuevo estadio de la guerra, el Estado debe buscar mecanismos políticos, jurídicos y sociales, sin renunciar a la presión armada -el Ejército no puede estar en pasivo modo “desmovilizado”-, y demás acciones disuasivas, como métodos efectivos de erradicación de cultivos ilícitos, combate a la corrupción, detección de laboratorios y envíos de drogas para arrebatarle el oxígeno al narcotráfico para así desactivar el conflicto y, sobre todo, devolverle la institucionalidad a la Colombia profunda con seguridad, justicia, desarrollo y programas de gran impacto social.