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Hace pocos días los antioqueños celebramos los 25 años del inicio de operaciones del metro de Medellín, con el orgullo que este sistema siempre despierta en la comunidad. Pocas semanas antes, en Bogotá celebraban el comienzo de las obras de su primera línea de metro, poniendo final a décadas de anuncios, discusiones y proyectos frustrados. Son dos historias de ciudades, que tienen paralelos y diferencias, pero en ambos casos se trata de proyectos que marcan su historia y su identidad.
En el caso de Medellín, el proyecto fue promovido por el presidente Betancur en los momentos de la mayor crisis social y económica de la ciudad, cuando todos los estamentos locales clamaban por la ayuda de la Nación. Esa unión de voluntades fue el detonante del proyecto, pero no evitó que sufriera trastornos en la ejecución. Cuando se contrató, una parte de la línea estaba diseñada bajo tierra, entrando al centro de la ciudad. Pronto los estudios de detalle para construir mostraron los riesgos constructivos y el proyecto sufrió así la primera de varias suspensiones. No obstante, después de doce años de obras y detenciones, de debates y trastornos en la movilidad, los medellinenses acogieron su metro como símbolo de una ciudad resiliente que amanecía de su noche más oscura, hace 25 años.
No menos traumática es la historia del metro de Bogotá. Desde el año 1942 se escucharon los primeros anuncios de su construcción. Muchos alcaldes ganaron elecciones prometiendo el metro y, sin duda, todos hicieron sus mejores esfuerzos pero lograrlo, incluido Enrique Peñalosa, quien en su primer gobierno lo intentó y fracasó en obtener el respaldo económico de la Nación. A cambio, optó por la solución de los “buses de tráfico rápido”, el Transmilenio, potenciando el exitoso modelo de Curitiba. Así puso a Bogotá de moda entre los académicos y su sistema de transporte se convirtió en el modelo que copiaron decenas de ciudades, incluido Medellín, que pronto encontró en las troncales de Metroplús una fórmula eficiente para acercar pasajeros a las estaciones del metro.
Se necesitaron otros veinte años, y que Peñalosa regresara a la alcaldía, para que la capital encontrara la fórmula para sacar adelante su esperado metro. Igual que en Medellín, tal vez por efecto imitación de los metros europeos, la capital inicialmente se planteó una línea subterránea. Pronto encontraron que los mayores costos y riesgos de construirlo bajo tierra, y de operarlo, no tenían una contraprestación en el servicio a los usuarios. Entre tanto el país había aprendido con dolor los riesgos de construir bajo tierra, con casos angustiosos como el interceptor de Canoas en el acueducto de Bogotá, el túnel de La Línea y el propio Hidroituango, donde los problemas comenzaron con el derrumbe de un túnel.
En Bogotá, a diferencia de Medellín, el cambio del modelo bajo tierra a elevado lo hicieron antes de contratar la obra, con lo cual la capital se evitó los sobrecostos y los traumas de suspender un contrato de obra para cambiar los diseños.
El hecho notorio es que comenzaron las obras en Bogotá y la forma transparente como se desenvolvió la licitación internacional -la alcaldesa Claudia López ratificó a su gerente, el antioqueño Andrés Escobar- así como el grupo chino seleccionado, auguran un desarrollo ágil y ordenado de las obras.
Lo que muestran las duras experiencias de Bogotá y Medellín es que los metros son proyectos tan complejos y costosos, que su historia se confunde con la de la ciudad. Mientras en Medellín celebramos los 25 años de operación, hacemos votos porque la capital pueda ejecutar su metro sin sobresaltos ni sobrecostos, en momentos en que la economía lo necesita para recuperar el empleo, pero también lo requiere la psiquis del país para recuperar el orgullo y la autoestima. Ojalá la alcaldesa Claudia López no se equivoque con su parte en esta historia y esté a la altura de su responsabilidad.