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Es cierto que el Estado y sus instituciones no pueden ostentar una suprautoridad tal que se tomen la atribución de diseñar, con prohibiciones y represiones, el plan de vida de los ciudadanos. Pero no es menos pertinente que ese orden social que propone, fundado en un marco de principios rectores -la Constitución-, evite que el libre desarrollo de la personalidad de algunos individuos se convierta en el espejo en el que debe mirarse y del que debe tomar ejemplo cotidianamente la mayoría de la sociedad, muy en especial sus niños y jóvenes.
En un país que busca garantizar libertades, no se puede confundir el respeto de los derechos individuales con una permisividad tal que haga que la elección de consumir alcohol y droga sea parte del entorno público, como si se tratase de simple paisaje, en un contexto plagado de ilegalidad y amenazas contra la vida, la honra y los bienes de los ciudadanos.
Es como si El Bronx, en Bogotá, o Las Cuevas, en Medellín, mirados desde la óptica de los consumidores -olvidemos las mafias que los gravitan por un segundo- fuesen opciones prometedoras y edificantes para nuestra sociedad. Por fortuna, esas “ollas” de vicio ya fueron demolidas y expropiadas.
Hay que agregar que hoy las redes de distribución de drogas, por supuesto ilegales y criminales, persiguen a niños y adolescentes desde las afueras de los centros educativos. Pensar en la idea de las calles, los parques y las plazas del país, abiertos al consumo indiscriminado y permanente de drogas y alcohol, no se entiende como una perspectiva conducente a mejorar las condiciones de orden público y convivencia, para provecho general y colectivo.
Se entiende que la Corte Constitucional asuma la interpretación y aplicación de los principios constitucionales con una óptica de paz, de tolerancia, de diversidad y de respeto a mayorías y minorías. Pero el orden práctico de su doctrina, en este caso, se estrella con la realidad de un país lleno de limitaciones para garantizar que el consumo de drogas y alcohol en el espacio público, sin restricciones, no se convierta en una fuente de discordia, inseguridad, abusos y desórdenes.
La Corte Constitucional ha batallado por conquistas sustanciales en materia de derechos y libertades para los colombianos, incluso a veces incomprendida en el deber de entender, interpretar y garantizar igualdad en el complejo y diverso espectro de un país tan variopinto. Muy plausible su existencia y labor, capaz de diferir de caprichos, taras y prejuicios morales y políticos y de corregir vacíos jurídicos, pero no es esta la ocasión. Prohibir ese tipo de consumos en el espacio público, a favor del derecho colectivo a un entorno sano y seguro, no significa anular libertades individuales.
No es lugar común recordar que en países desarrollados y garantistas de los derechos civiles y humanos (EE.UU., Rusia y Francia), está prohibido el consumo de drogas y/o alcohol en el espacio público (parques, plazas y calles, esencialmente, incluso en vehículos), por razones de orden práctico: impedir que esa elección y “gusto” individual se impongan en la cotidianidad del grueso de los usuarios del espacio público y que sean un riesgo.
El derecho consuetudinario, basado en la praxis y los ejemplos de cada caso, enseña que es mejor anticipar esas circunstancias de vulneración del orden público, a la que son tan proclives los individuos bajo el efecto de sustancias estimulantes, sicoactivas. Por eso se permite el consumo, pero se le reduce, se le ordena, restringiéndolo al espacio privado, al de un ambiente en el que ese ciudadano, con legítimo derecho al desarrollo de su libre personalidad, no arriesgue los derechos de otros.
No hay consumo sin venta. No hay demanda sin oferta. Buscar la prevalencia del orden público no es la defensa del prohibicionismo. Simpatizar y defender la seguridad, la tranquilidad, la salubridad y la moralidad en los espacios de uso general, público, no rivaliza con que cada quien viva y ejerza su libre personalidad, con amplitud, en los espacios y lugares adecuados para que su elección no se les imponga a otros, en especial a los niños y los jóvenes, sin la madurez, asistencia y protección suficientes del Estado, la sociedad y la familia, para definir sus planes de vida.