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Palabras recurrentes

23 de marzo de 2025
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  • Palabras recurrentes

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Me declaro adicta a los podcasts. Los oigo mientras cocino, mientras como, mientras me baño, mientras manejo. Al principio escuchaba sólo los de literatura, luego comencé a explorar y descubrí que me interesaban temas que ni siquiera sabía que me interesaban: neurociencia, psicología, arte, historia, biología, psicoanálisis, filosofía. En estos días incluso, terminé oyendo uno sobre un tema que creía odiar: las matemáticas. Con ese podcast en particular ocurrió algo muy curioso y es que, aunque no entendía ni la mitad de lo que decían, no podía parar de escucharlo. En un momento dado comprendí que mi fascinación tenía que ver con el hecho de que el entrevistado hablaba con una pasión que lo desbordaba. No sé cuántas veces pronunció la palabra «bonito»: para él las ecuaciones eran bonitas, las soluciones eran bonitas, el problema que le tomó cinco años resolver era bonito, los números eran bonitos, incluso las equivocaciones eran bonitas. Oír a un matemático puro y duro viendo cosas bonitas por todas partes fue lo que me conmovió. Reflexioné acerca de cómo los dichos y las palabras que más repetimos pueden llegar a definirnos.

La idea me siguió rondando y me hizo recordar a Natalia Ginzburg y su novela Léxico familiar. En ella habla de su padre, un hombre severo que tacha de «palurdas» a todas las personas que conoce. «Para mi padre los palurdos eran las personas que se comportaban torpe y tímidamente, las que se vestían de forma inapropiada, las que no sabían montañismo y las que no sabían idiomas. Llamaba palurdez a cada acto o gesto nuestro que juzgaba fuera de tono. “¡No sean palurdos! ¡No hagan palurdeces!”, nos gritaba continuamente. La gama de las palurdeces era muy amplia». Al final del libro queda la sensación de que el único palurdo de la historia es él.

También recordé otra novela autobiográfica titulada Nada es verdad de Verónica Raimo cuyo padre, ante cada acontecimiento bueno o malo; trascendente e intrascendente, siempre hacía el mismo comentario: «Hemos caído en la paradoja». La autora escribe: «Para él siempre se caía en la paradoja. Nunca quedó claro en qué consistía la paradoja, pero lo indudable es que se caía en ella». Sobra decir que su padre, a menudo, iba en contravía de la lógica familiar, de tal manera que, al final, termina encarnando la paradoja misma.

Habría que ponerle más cuidado a las palabras y dichos que pronunciamos constantemente porque el hecho de que se enquisten en nuestro vocabulario, a lo mejor, dice sobre nuestra personalidad muchísimo más de lo que creemos. Sé que mi palabra más recurrente es «alucinante», sin embargo, nunca me había detenido a pensar por qué. Quizá veo y analizo todo a mi alrededor de forma distorsionada. Quizá alucino por igual ante la belleza de un grano de arena, un río, un pájaro, una montaña, un árbol o una galaxia entera. Quizá invento realidades alternas para escapar de la sordidez del mundo y acomodarlo a mis necesidades. Quizá por eso soy novelista. Por cierto, el año pasado un alumno me hizo caer en cuenta de que mi segunda palabra más recurrente es «fascinante». Ni qué decir que alucino con eso.

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