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Nos estamos apagando

No tengo ni idea, pero en este mundo tiene que haber lugar para todos los seres vivos, incluso aquellos que no podemos dominar, explotar ni hacer rentables.

30 de marzo de 2025
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  • Nos estamos apagando

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Hace un par de domingos a mi tía se le enredó un cucarrón marceño en el pelo. Ahí fue cuando caímos en cuenta de que era marzo y no habíamos visto casi ninguno. Su aparición durante este mes era legendaria. Recuerdo que solíamos sacar de la finca miles de ellos cada día. En las escuelas de las zonas rurales hacían concursos y le daban premios a los niños que más recolectaran. Los agricultores los combatieron por años porque supuestamente les dañaba las cosechas cuando en realidad los cucarrones terminan convirtiéndose en gusanos mojojoy, imprescindibles para limpiar el bosque y mejorar la fertilidad del suelo. Pronto serán nada más que un recuerdo. ¿De verdad a nadie le importa?

Justo la semana pasada leí en alguna parte que podríamos ser la última generación en ver cocuyos. Mi infancia estuvo salpicada de lucecitas titilantes que cubrían el pasto, los bosques y hacían dibujos lumínicos a través de mi ventana. Eran tantos que en las noches estrelladas no se sabía dónde terminaba la tierra y dónde empezaba el cielo. Una de las escenas más cinematográficas de mi vida ocurrió hace años durante un viaje nocturno a la costa. Al pie de la carretera, donde ahora no hay sino bosques arrasados convertidos en potreros, vimos una cantidad tan descomunal de cocuyos que, desobedeciendo todas las recomendaciones de seguridad, orillamos el carro, apagamos la luces y nos detuvimos casi una hora a observar el espectáculo. Me impactó tanto que todavía se me pone la piel de gallina cuando evoco ese momento y si hoy titilan cocuyos en todas mis novelas estoy segura de que es debido a eso. A veces aparece alguno en la finca, pero es tan poco usual que señalamos con el dedo el lugar donde fue avistado y todos salimos a observarlo. ¿Para qué sirve un cocuyo? No tengo ni idea, pero en este mundo tiene que haber lugar para todos los seres vivos, incluso aquellos que no podemos dominar, explotar ni hacer rentables. Tiene que haber lugar para la magia y la belleza.

La desaparición de las abejas parece importarnos un poco más porque nos han dicho que su extinción pondría en peligro nuestra seguridad alimentaria. Y ni así hacemos lo suficiente. Mi niñez también estuvo plagada de abejas. Era imposible tomarse un jugo sin que alguna merodeara. O tumbar mangos del árbol sin alborotar un panal y luego tener que salir corriendo a tirarse al charco más hondo de la quebrada. Muchas veces fui descalza al colegio porque, sin querer, las pisaba y se me hinchaba tanto el pie que no me entraba el zapato. Ya no recuerdo la última vez que una abeja naufragó en mi jugo. Hace décadas no me pican. Haz memoria, ¿cuándo fue la última vez que las viste? Durante mis vacaciones en el mar suelo ver miles a lo largo de la línea donde el mar se encuentra con la playa. Kilómetros y kilómetros enteros de abejas muertas. Pero es más fácil pretender no verlas.

Algún día un hombre señalará al horizonte y dirá: esto antes estaba lleno de humanos. Y tampoco nos importará porque para ese entonces nos habremos apagado para siempre.

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