Pico y Placa Medellín
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Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Veníamos de un viaje juntos en el cual habíamos compartido unos días muy intensos. La espera en el aeropuerto estaba siendo más larga que nuestra paciencia y la sobrellevábamos caminando tomados de la mano, en silencio como un par de autómatas, por corredores largos y atiborrados de gente. No recuerdo el debate en el que estaba enfrascada conmigo misma y posiblemente no recordaría nada de aquella espera aeroportuaria de no ser por su pregunta: «¿Qué dijiste?». Acepto que había pronunciado en voz alta unas palabras, pero no eran para él. «Estoy hablando sola», dije. «Entiendo, pero igual tengo curiosidad por saber sobre qué», insistió. Y entonces, sin querer, se me salió una respuesta que, al principio, pareció hostil y luego nos tumbó de la risa: «Si quisiera hablar contigo no estaría hablando sola».
Hablar solos es extremadamente común, siempre y cuando no te pillen porque es justo ahí cuando se vuelve tabú. En ese entonces todavía pensaba que todos los seres humanos poseíamos una vocecita interna con la cual rumeábamos nuestros asuntos. Una especie de interlocutor que nos recrimina cuando hacemos algo mal o nos felicita si lo hacemos bien. Los días muy intensos nos impide dormir por ponerse a recrear las conversaciones que tuvimos y a compararlas con las que debimos tener porque, como es bien sabido, casi nunca coinciden. A veces acusa, a veces regaña, a veces planifica, a veces elogia. Por lo general, nos sopla lo que debimos replicar después de una discusión, aunque a menudo, lo haga demasiado tarde. «La respuesta genial siempre se nos ocurre cinco minutos después de haber dado una respuesta estúpida», dice Mafalda que es tan sabia.
Yo encuentro muy útil el monólogo, por eso me sorprendió cuando investigué un poco y me enteré de que no todo el mundo tiene la capacidad de hablar solo. Me sorprendió casi tanto como cuando descubrí que hay gente que no toma café. El psicólogo Russell Hurlburt dice: «Si no tienes un monólogo interior, no hay razón para preocuparse, algunas personas no procesan la vida en palabras y frases». ¿Y entonces cómo diablos la procesan? ¿Cómo se mantienen cuerdos? ¿Cómo se conocen a sí mismos? A mí el soliloquio me ayuda a aclarar mis pensamientos y a decidir si los debo guardar o seguir procesando, pero sobre todo, me ayuda a saber qué debo contarle a quién. Porque, al final, lo que importa es quién permanece contigo, sin importar si hablas solo o no.
Por eso, quédate con quien siga caminando a tu lado y nunca deje de tomarte de la mano. Quédate con quien se ría contigo y no de ti. Quédate con quien te acepte con tus silencios y tus monólogos. Quédate con quien respete tu mundo interior y no intente cambiarlo ni moldearlo a su medida. Quédate con quien esté dispuesto a acompañarte aunque ello implique perder tiempo valioso en un aeropuerto. Quédate con quien sepa comunicarse sin palabras, con quien sepa leer tu mente y tu mirada. Quédate con quien entienda las frases lanzadas al aire aunque no necesariamente sean compresibles ni vayan dirigidas a él.