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El 31 de octubre murió mi hermano, ya no somos 11, ya no está él, y jamás volveremos a ser los mismos. Esta columna, se la dedico a mi hermano del alma que nos deja un hueco en el corazón.
Por Natalia Zuluaga Rivera - nataliaprocentro@gmail.com
Era febrero de 1967, mi hermano aún no cumplía 7 años. Mis padres llevaban 15 días de vivir en Simón Bolívar, y mi hermano llevaba pocos días en el colegio Bolivariana. El bus siempre lo dejaba a la 12:30 frente a su casa, pero aquel día, Octavio no llegó.
Mi madre angustiada llamó al colegio preguntando por su hijo. “Señora, por acá no hay ningún niño”. Inconsolable se sienta a rezar. Pasada 1 hora, sonó la puerta; era el niño sudando con la cara roja como un tomate. ¿Mijo, Qué pasó? “Me dejó el bus y me vine caminando por la ruta”.
No lo regañó, solo pensaba, como había llegado un niño de 6 años caminando desde la 70 hasta Simón Bolívar en una ruta que apenas empezaba a conocer. Desde niño, ya se sabía quien iba a ser Octavio, el inteligente, el contestatario, el rebelde, el intelectual, el apasionado.
El 31 de octubre murió mi hermano, ya no somos 11, ya no está él, y jamás volveremos a ser los mismos. Esta columna, se la dedico a mi hermano del alma que nos deja un hueco en el corazón. Inspirada en Aura Lucía Mera, hoy también transcribo el poema del argentino Carlos Alberto Boaglio.
“Cuando yo me vaya no quiero que llores/ quédate en silencio, sin decir palabras/ y vive recuerdos/ reconforta el alma. Cuando yo me duerma, respeta mi sueño/ por algo me duermo/ por algo me he ido. Si sientes mi ausencia no pronuncies nada/ y casi en el aire con paso muy fino/ búscame en mi casa, búscame en mis libros, búscame en mis cartas, y entre los papeles que he escrito apurado/. Ponte mis camisas, mi sweater, mi saco y puedes usar todos mis zapatos/ te presto mi cuarto, mi almohada, mi cama, y cuando haga frío, ponte mis bufandas. Te puedes comer todo el chocolate y beberte el vino que dejé guardado/ escucha ese tema que a mí me gustaba/ usa mi perfume y riega mis plantas. Si tapan mi cuerpo, no me tengas lástima/ corre hacia el espacio, libera tu alma, palpa la poesía, la música, el canto y deja que el viento juegue con tu cara/ besa bien la tierra, toma toda el agua y aprende el idioma vivo de los pájaros. Si me extrañas mucho, disimula el acto, búscame en los niños, el café, la radio y en el sitio ése donde me ocultaba/ No pronuncies nunca la palabra muerte. A veces es más triste vivir olvidado que morir mil veces y ser recordado. Cuando yo me duerma, no me lleves flores a una tumba amarga, grita con la fuerza de toda tu entraña que el mundo está vivo y sigue su marcha. La llama encendida no se va a apagar por el simple hecho de que no esté más/ Los hombres que “viven” no se mueren nunca/ se duermen de a ratos, de a ratos pequeños, y el sueño infinito es sólo una excusa. Cuando yo me vaya, extiende tu mano/ y estarás conmigo sellada en contacto/ y aunque no me veas, y aunque no me palpes, sabrás que por siempre estaré a tu lado. Entonces un día sonriente y vibrante sabrás que volví para no marcharme”.
PD: Gracias por enseñarme que lo importante no está en “las cosas superfluas que nos distraen a diario” sino, en esas personas que están a nuestro lado cuando no tenemos fuerzas.