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Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
En política internacional la fuerza ha sido un factor determinante en la configuración del orden mundial. La frase en inglés “Might is Right”, que podríamos traducir como la ley del más fuerte, parece estar definiendo cada vez más las relaciones entre los países. Un ejemplo claro de esta realidad es la fallida visita de Volodimir Zelenski a Trump para firmar un acuerdo de explotación de minerales estratégicos con Ucrania buscando asegurar su supervivencia a través de alianzas pragmáticas y Estados Unidos reafirmando su dominio en sectores estratégicos. La reunión terminó mal cuando a Zelenski le trataron de imponer un acuerdo a la fuerza con Rusia.
Igualmente, el primer ministro británico, Keir Starmer, ha visitado a Trump en la Casa Blanca con el mensaje de que el Reino Unido aumentará su gasto militar al 2,5% de su PIB. Este anuncio responde a la presión directa de Estados Unidos, que ha exigido a sus aliados de la OTAN incrementar sus presupuestos de defensa en un contexto donde la seguridad global depende cada vez más de la capacidad militar.
Desde hace años, hemos visto cómo la diplomacia basada en reglas y consensos ha sido desplazada por una lógica en la que los estados más poderosos actúan según sus propios intereses, sin mayor consideración por tratados, normas internacionales o instituciones multilaterales. China y Rusia han sido protagonistas de este enfoque. Xi Jinping, por ejemplo, ha ignorado los fallos internacionales que rechazan sus reclamaciones sobre el Mar de China Meridional y ha seguido militarizando la zona, en un claro desafío a sus vecinos. Por su parte, Vladimir Putin ha demostrado con su invasión a Ucrania que, para él, el derecho internacional es secundario frente a su visión de restaurar la grandeza de Rusia.
La reelección de Donald Trump refuerza esta tendencia, marcando un retorno al realismo más crudo, donde el poder y la capacidad de imponer la propia voluntad pesan más que cualquier otro principio. Durante su primer mandato, ya quedó claro que su prioridad no es el multilateralismo ni la construcción de alianzas tradicionales, sino la proyección del poder estadounidense sin compromisos innecesarios. Su retórica de “America First” se traduce en un enfoque transaccional, donde los aliados solo cuentan en la medida en que puedan aportarle estratégicamente.
La Unión Europea, que por décadas apostó por la paz y la cooperación, ha entendido que la realidad global ya no le permite confiar en acuerdos diplomáticos como única herramienta de protección. Alemania, que por años minimizó su presupuesto militar, planea ejecutar una de las mayores expansiones en su capacidad de defensa desde la Segunda Guerra Mundial. Francia también está invirtiendo fuertemente en su arsenal, y países como Polonia y los estados bálticos han incrementado drásticamente su gasto militar, conscientes de que Rusia sigue siendo una amenaza existencial para su seguridad.
Las instituciones como las Naciones Unidas o la Organización Mundial del Comercio han perdido relevancia frente a una realidad en la que las grandes potencias imponen sus términos. En este contexto, los países medianos y pequeños deben adaptarse, buscando proteger sus intereses sin quedar atrapados en las disputas de los gigantes.
¿Significa esto que estamos destinados a un mundo dominado únicamente por la fuerza? No necesariamente. Pero el panorama actual deja claro que los estados que no fortalezcan sus capacidades estratégicas y económicas corren el riesgo de quedar rezagados o de convertirse en peones en el juego de las superpotencias. La ley del más fuerte no es un principio moralmente deseable, pero hoy, más que nunca, parece ser el que rige el mundo.