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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Sara

La tortura que padeció Sara y el subsiguiente asesinato del que fue víctima demuestran, en últimas, la sevicia de la que somos capaces.

hace 4 horas
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  • Sara

Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Todo cuanto rodea la historia del crimen de Sara, la mujer asesinada en Bello, es macabro. Son macabras las acciones que le provocaron la muerte. Son macabras también las acciones que impidieron socorrerla. Es macabro que, al borde de la muerte, en un estado de indefensión absoluta y de una necesidad urgente de ayuda, se le haya grabado. Fue macabro el cubrimiento informativo que recibió Sara. Fue macabro el primer pronunciamiento institucional frente al macabro crimen.

Durante la tarde del cuatro de abril, Sara, una mujer de 32 años, fue torturada. Se le golpeó de forma tal que sus brazos y sus piernas fueron fracturadas. Posterior a los golpes y las fracturas, con brazos y con piernas destrozados, Sara fue lanzada a un río. La intención no podía ser más clara: ante la imposibilidad de moverse, como resultado de los traumas, quisieron ahogarla en las afluentes del río. El mismo día fue rescatada y llevada a un hospital. Posteriormente, Sara murió.

Las dimensiones de esta sevicia y las manifestaciones de esta violencia nos desnudan. No es esta una manifestación aislada de ensañamiento. No es, tampoco, una demostración fortuita, accidental o casual de nuestra crueldad. No es un evento extraño. Y no es tampoco un suceso excepcional. Este crimen, que denota las dimensiones de nuestra crueldad, ocurrió entre nuestras casas, en uno de nuestros barrios, al lado de nuestra ciudad. Fue un crimen cercano, a la luz del día, perpetrado frente a nuestros ojos. Simultáneamente, es una manifestación de que, en lo que respecta a nuestra capacidad para provocar dolor y para dañar la vida, no conocemos límites.

La tortura que padeció Sara y el subsiguiente asesinato del que fue víctima demuestran, en últimas, la sevicia de la que somos capaces. Y demuestra, a su vez, el engranaje del que hace parte: porque ni su homicidio es aislado, ni el odio que la mató es homogéneo. Este crimen encaja con la articulación de violencia de una sociedad que se rehusa al reconocimiento de todo el conjunto de identidades de género con las que nos podemos identificar. La violencia que le partió los brazos a Sara y que la inmovilizó, destrozándole sus piernas, que le intentó ahogar y que le quitó la vida, se ajusta a esa otra violencia de quienes se rehusan a llamar a las personas por el nombre con el que se reconocen y se incrusta en esa tendencia que niega la diversidad y que ataca a quienes transitan entre géneros. Es, quizá, la misma tendencia de quienes no conciben la posibilidad de que haya personas con orientaciones sexuales no hegemónicas.

Si bien fueron unas personas las que tal crimen cometieron y, en ese sentido, son responsables de este atroz homicidio, es claro para mí que la violencia que le dio origen a este asesinato trasciende a las personas que lo perpetraron. Y, por esto y por la transfobia que padecemos, por la homofobia que nos caracteriza, por la violencia que nos constituye, es que todos, socialmente, matamos a Sara.

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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

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