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Wilson tenía, además de la bonhomía como rasgo distintivo, un carácter testarudo, inflexible, fiel a su convicción de que andaba por el camino apropiado.
Por Juan José García Posada - juanjogarpos@gmail.com
A veces, al leer en meses recientes sus escritos colmados de pesimismo, sentí como si hubiera estado releyendo las Tribulaciones del joven Werther, de Goethe. Se lo escribí en alguna ocasión, luego de conmoverme con varias crónicas autobiográficas, testimoniales, que me envió por el correo electrónico. Cuando nos deja un colega, alumno, camarada por años y jornadas en el modelo de equipo de redacción de El Colombiano, su viaje definitivo entraña una invitación a leer de nuevo sus profundos testimonios periodísticos y literarios y confirmar que Wilson Daza fue leal hasta la última hora a su vocación obsesiva de milésimo hombre, el personaje ideal de Kipling.
Del vitalismo casi eufórico, el clamor de esperanza y el optimismo exultante de la temporada juvenil, Wilson dio en su estilo un salto casi mortal en los años finales de su existencia. Transformó su prosa, siempre una prosa tersa y agradable, en portadora de sentimientos de frustración y desengaño. Pero nunca aceptó claudicar en su lucha por cambiar las circunstancias que le fueron hostiles. Guardaba e irradiaba un sentimiento bondadoso y una fe que no se le agotaban. No era el mismo estilo del joven impetuoso y lanzado a la empresa de construir un mundo mejor, de su época de estudiante en las aulas de la Bolivariana, donde compartió hasta 1988 los sueños y propósitos de una de esas promociones inolvidables por motivos inmensos, a todos cuyos integrantes, sin excepción alguna, guardo simpatía, gratitud y afecto. ¡Qué buenos periodistas ayudamos a formar en aquella época en la Universidad y después en la lucha diurna y noctívaga del periódico!
Wilson tenía, además de la bonhomía como rasgo distintivo, un carácter testarudo, inflexible, fiel a su convicción de que andaba por el camino apropiado. No podía claudicar en la defensa de ideas y hasta de caprichos. Cuando se hundió su trabajo de grado ya casi concluido en el torrente del Magdalena, superó esa calamidad y en pocos días la reconstruyó y le resultó mejor. Era un caso nada corriente de reportero, cronista, fotógrafo, artista y editor. Un talento excepcional. Un individuo de admirable sensibilidad intelectual y artística. Y un apasionado de su concepto de patria, que amanecía y brillaba en las callejuelas de su barrio, en la musicalidad de los festivales que lideraba y en la competencia noble del fútbol, el de ahora tiempos.
Y tenía también, el recordado Wilson Daza, la generosidad ilímite del buen profesor de su profesión. Pocos como él son los que todavía quedan y persisten en esta causa docente que hemos alentado toda la vida sin esperar elogios ni reconocimientos, y sin tiempo ni ánimo de grabar olvidos, exclusiones ni desplantes. Wilson, insisto, hizo de su vida y sus adversidades un prototipo viviente del Milésimo hombre, el poema de Kipling, ese ser humano único e irrepetible, que “bien vale la pena buscarlo media vida por si lo encuentras antes de vivir la otra media”.