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El pueblo estadounidense demostró en las urnas que le importa poco o nada las condiciones morales de Trump”.
Por Juan David Ramírez Correa - columnasioque@gmail.com
Cuando Donald Trump fue elegido presidente de los Estados Unidos por primera vez, escribí una columna opinando que, más allá del susto que generaba, comenzaba un nuevo momento en política gracias a un personaje que iba a sacar el lado rabioso de los estadounidenses.
El tiempo pasó y el primer mandato de Trump lo demostró. Con su personalidad egocéntrica e impulsiva, el presidente menos convencional de la historia de los Estados Unidos causó gran resquemor por su clara indiferencia hacia las tradiciones históricas de la política estadounidense.
Tanto fue el voltaje que la máquina moral se fundió. Los demócratas aparecieron entonces como la solución con un bálsamo llamado Joe Biden, un curtido político que generaba empatía por su historia de vida y buenas formas. Biden era el llamado a superar una anomalía en la historia política moderna, como muchos catalogaron ese mandato. Trump perdió la posibilidad de reelegirse, no sin antes hacer tambalear a la democracia más poderosa del mundo con su negativa a aceptar el resultado electoral.
Al final, las cosas con Biden no han funcionado. Cientos de asuntos han dejado un tufillo de pusilanimidad a la hora de gobernar. Además, su intento de buscar la reelección salió muy mal y fue obligado a hacerse a un lado para que su vicepresidenta, Kamala Harris, salvara la papeleta.
Harris parecía estar logrando el cometido, pero se condenó a sí misma al concentrar la atención en las formas de Trump, ignorando que el estadounidense promedio ya se había acostumbrado a ellas porque les gustan. El pueblo estadounidense demostró en las urnas que le importa poco o nada las condiciones morales de Trump, que no les importa que diga cosas como que los haitianos comen gatos en Springfield. Lo que les importó fue el desencanto con la situación económica, la falta de claridad de los demócratas sobre el fenómeno migratorio, la presión inflacionaria, por mencionar solo unos temas.
Trump fue el catalizador de esas frustraciones, convirtiéndolo en un gladiador de derecha. Si no lo asustaron las balas que le zumbaron en la oreja, como pasó durante el intento de asesinato que vivió en Pensilvania, ¿por qué no apoyarlo?
Por eso, en las urnas le dijeron: tenga el país y organícelo, ah, y por si lo necesita, tome la mayoría del Congreso. Tenga el control absoluto.
Ahora viene un nuevo momento para el mayor fenómeno político de los últimos tiempos en el mundo. De Trump se espera que continúe con su enfoque proteccionista y aislacionista, priorizando los intereses económicos y militares de Estados Unidos a corto plazo. Se espera una posición radical en temas como la inmigración. También, poca atención a los asuntos medioambientales y una obsesión enfermiza por aquello de “America First”, donde la transaccionalidad conveniente con otros países es lo que más le gusta.
El regreso de Trump se compagina con la capacidad de crear un caos muy singular. En esa comida donde él es el anfitrión, el mundo ya conoce la entrada. Ahora le toca saborear el plato fuerte. A unos les sabrá muy bueno, otros se indigestarán. Eso reflejará la profunda división en la forma de ver el mundo, pero también, y paradójicamente, la posibilidad de enderezar muchos caminos educando al paladar hacia el sabor del condimento que Trump le quiera echar.