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Muchos de ellos llegan a la cúspide organizacional esperanzados que el cargo y el letrero en letras doradas que ponen en la puerta de su oficina compensará su poquedad personal, moral e intelectual
Por Juan David Escobar Valencia - opinion@elcolombiano.com.co
En las organizaciones, privadas y públicas, no es extraño encontrar a imbéciles, pero astutos, que es distinto a inteligentes, accediendo a los más altos niveles jerárquicos. Las organizaciones nunca serán perfectas porque están configuradas por humanos imperfectos, aunque potencialmente mejorables. En la dirigencia vemos personas que son un recordatorio de lo falibles que pueden ser los procesos de selección, porque logran colarse sujetos que desarrollaron “habilidades” distintas a las que deberían ser las fundamentales para acceder a esos cargos. Algunos de esos intrusos, que deberían estar abonando la madre tierra o en puestos de bajísima importancia y responsabilidad, encuentran caminos y herramientas alternativas, usadas combinadamente para ascender, como por ejemplo: la intriga, la extorsión, la traición, el halago melifluo y excesivo a idiotas con poder pero sin personalidad y criterio, la construcción de una fachada farisea de ser aparentemente inteligentes, seudofilósofos de medio pelo, o bondadosos que dicen defender a los débiles y detestar la desigualdad; que deslumbran a mediocres e incautos a quienes les gusta que les digan lo que quieren oír, especialmente mentiras pero con buen sabor de boca.
Muchos de ellos llegan a la cúspide organizacional esperanzados que el cargo y el letrero en letras doradas que ponen en la puerta de su oficina compensará su poquedad personal, moral e intelectual. La mayoría de ellos, sabedores de su pequeñez multidimensional, además de autoalabarse y sobredimensionarse sistemáticamente, aseguran rodearse de ineptos más imbéciles que ellos, porque así garantizan que no será evidente la imbecilidad de quien manda; y adicionalmente podrán robarse los recursos de la organización y engordar sus cuentas bancarias. A los idiotas favorecidos con la oportunidad artificial de llegar a apoyar el imbécil supremo, este les exige a cambio dos cosas: 1) Aplaudirle todas las idioteces que diga o haga y gritar al viento que es un omnisapiente dios que debe eternizarse en el poder. 2) Lealtad, pero no en la manifestación virtuosa del honor de quienes apoyan a otro sin un cálculo previo de obtener algún beneficio posterior, sino la versión perversa y asociada a la complicidad, fundada en la esperanza que una parte del botín caerá a sus bolsillos.
No soy enemigo de la lealtad, al contrario, pero la lealtad a alguien está subordinada a una lealtad previa y superior a los principios que dices tener y defiendes día a día, acto tras acto, decisión tras decisión. No firmas cheques en blanco. Siempre miras la justificación, el monto, el beneficiario, y obviamente, si tienes fondos.
Si esto parece muy abstracto, es un problema de percepción, porque el ejemplo lo tenemos los colombianos desde el 7 de agosto del 2022. Es tan grande y evidente que a veces abruma, pero por lo persistente y cotidiano parece que está volviéndose paisaje. El indignante “consejo de ministros” de hace semanas, la desquiciada rotación de ministros y las alucinadas intervenciones recurrentes de su jefe, son la muestra excelsa de un vengativo inepto ególatra, características propias de un marxista, rodeado de una tribu de claqueros incapaces que solo saben aplaudir con la expectativa que sus bolsillos no se quedarán vacíos como sus cerebros.
Pero más imbéciles y cómplices seremos si permitimos que se queden en el 2026.