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Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu
Cada mañana, escucho el noticiero local de la Bahía de San Francisco. Sus historias son cotidianas: un accidente de tránsito, un árbol caído, un negocio cerrado. No hay asesinatos impactantes, no hay ejércitos movilizándose, no hay políticos dando discursos históricos. Eso me gusta. En tiempos donde uno está saturado con reportes sobre los grandes eventos del planeta, siento que estas historias locales revelan las fuerzas más profundas, pero menos llamativas, que moldean nuestra sociedad.
Les voy a dar un ejemplo. Quizá las tres noticias más importantes de los últimos meses en la Bahía han sido las siguientes: i) el cierre de decenas de escuelas públicas por el gigante déficit presupuestario del distrito escolar de San Francisco, ii) la partida del equipo de béisbol Los Oakland Athletics a Las Vegas en búsqueda de un mercado más rentable, y iii) el aumento de tarifas del BART, el sistema de metro, por sus crecientes pérdidas. Aunque cada uno de estos casos tiene una larga lista de causas específicas, todos reflejan un mismo fenómeno: la transformación demográfica de la zona.
Según el Departamento de Finanzas de California, la población de la Bahía no ha crecido en una década, e incluso se contrajo más de un 2% entre 2020 y 2024. Además, la región envejece rápidamente: entre 2010 y 2020, la edad media pasó de 37 a 39 años. En el condado de Santa Clara, donde yo vivo, la población mayor de 65 años creció un 28% desde 2013, mientras que el número de niños menores de cinco años disminuyó un 12%. En tres décadas, las tasas de natalidad en este condado cayeron más de un tercio.
Todo esto se ha traducido en menos niños en las escuelas, menos jóvenes en los estadios y menos usuarios del transporte público. Y esta no es solo una historia de la Bahía de San Francisco. Aquí hay una advertencia de la mayor relevancia para América Latina.
La población latinoamericana también envejece. La expectativa de vida ha aumentado sostenidamente por un siglo y, en los últimos 30 años, nuestros países han visto un colapso en la fecundidad—mucho mayor que el experimentado en ni condado, por cierto. No creo que esto sorprenda a nadie. Todos los días se escriben columnas de prensa sobre este tema.
Sobre lo que poco se habla es de las consecuencias de esto en el modelo de desarrollo de la región. En Latinoamérica, nuestro ideal de progreso se ha basado, por generaciones, en la abundancia de bienes públicos para entornos urbanos densos: universidades con grandes campus, estadios de última generación, parques amplios y sistemas de transporte masivo. Esos son los símbolos de lo que llamamos prosperidad. De hecho, la generalizada percepción de fracaso económico en la región responde, en buena medida, a la ausencia o baja calidad de ese tipo de bienes.
Sin embargo, pocos parecen reconocer que la demanda por estos bienes disminuirá con la transición demográfica y el menor número de usuarios hará cada vez más difícil su provisión.
Y por supuesto que existen soluciones. La inmigración es quizá la más efectiva de ellas; así lo sugiere la experiencia de Europa Occidental, donde la transición demográfica tuvo lugar décadas atrás y la inmigración del sur global amortiguó su impacto. En América Latina misma, la llegada masiva de jóvenes de Venezuela y Haití ha suavizado el declive demográfico de países como Chile y Colombia, donde la fecundidad cae más rápido que en el promedio regional.
Otra alternativa es el turismo, que puede generar demanda complementaria por transporte público, parques y estadios, haciéndolos viables para los locales. También están las soluciones tecnológicas. Innovaciones que optimizan recursos ociosos podrían generar ganancias en eficiencia que hagan viable la provisión de algunos de estos bienes en menor escala. Por ejemplo, servicios como Uber o vehículos autónomos como Waymo podrían reemplazar sistemas de transporte masivo en contextos de baja densidad poblacional.
Lamentablemente, estas soluciones no son perfectas y enfrentarán resistencia. La inmigración y el turismo en gran magnitud suelen traer tensiones culturales entre los locales y aquellos que llegan. Mientras tanto, las revoluciones tecnológicas siempre tienen impactos distributivos lo suficientemente grandes para generar grupos que se oponen profundamente a ellas.
Pero quizá no debamos buscar soluciones. Quizá debamos reconocer que nuestras aspiraciones son las equivocadas. Después de todo, aunque estemos convencidos de que la prosperidad depende de bienes públicos que requieren grandes economías de escala, la cotidianidad de comunidades a las que nos parecemos cada vez más nos sugiere que nuestras necesidades futuras podrían ser distintas.
Tal vez la sociedad de viejitos que se nos avecina no quiera una mega universidad, un super metro o un estadio imponente. Tal vez prefiera servicios médicos a domicilio, entretenimiento remoto y espacios pequeños de interacción. Quizá querremos más la tranquila vida de un pequeño pueblo con buen internet que la de una gran urbe llena de diversidad y nuevas experiencias diarias.
Entonces, enfrentar el desafío del envejecimiento y el estancamiento poblacional no solo nos exige evaluar si podremos financiar, en el largo plazo, la sociedad que deseamos tener. También debería llevarnos a preguntar si la sociedad que hoy deseamos tener realmente es aquella que querremos tener mañana.