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¿A qué brindamos realmente?

16 de enero de 2025
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  • ¿A qué brindamos realmente?

Por Isabel Gutiérrez R. - JuntasSomosMasMed@gmail.com

La normalización del consumo de alcohol en Colombia es, sin lugar a dudas, una bomba de tiempo para la salud pública. Aun cuando compartamos con buena parte del mundo la tendencia a ver el licor como parte esencial de la cultura—acompañando celebraciones, reuniones de negocios y hasta momentos de ocio—los efectos de este hábito están cada vez más claros en la literatura científica. La investigación académica señala que no existe un nivel “seguro” de consumo de alcohol y que incluso beber de forma moderada puede aumentar el riesgo de enfermedades cardiovasculares, trastornos hepáticos y ciertos tipos de cáncer. El Responsable de Salud Pública en Estados Unidos acaba de publicar un resumen de la evidencia de cómo el alcohol está asociado con al menos siete tipos diferentes de cáncer: mama, colorrectal, esófago, laringe, hígado, boca y garganta.

En Colombia, el asunto se complica porque los impuestos provenientes de la venta de licores representan un rubro esencial para los departamentos, lo que genera una dependencia económica que, en la práctica, reduce el incentivo para promover la moderación o el consumo responsable. Es una paradoja: los entes territoriales tienen una fuente de ingresos que, a su vez, provoca enormes costos en salud y productividad. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, el abuso de alcohol provoca pérdidas millonarias al año, relacionadas con el ausentismo laboral, la atención de emergencias médicas y las discapacidades permanentes que se derivan de condiciones como la cirrosis y el deterioro cognitivo.

A esto se suma la influencia del lobby de la industria de bebidas alcohólicas. Al igual que en otros países, en Colombia se ha dificultado obligar a las empresas a incluir etiquetas con información nutricional o alertas de riesgo en cada botella. Aunque vemos advertencias vagamente redactadas—“El exceso de alcohol es perjudicial para la salud”—, rara vez encontramos cifras concretas sobre calorías, azúcares o aditivos. Algunas investigaciones en salud pública señalan que las advertencias claras y visiblemente ubicadas pueden disuadir el consumo excesivo. Sin embargo, la resistencia de la industria y su capacidad de lobby impiden que el consumidor sepa exactamente lo que está ingiriendo y cómo puede afectarle.

Por último, la regulación laxa sobre la publicidad de licores en medios de comunicación mantiene el imaginario de que el alcohol es un producto inofensivo y hasta glamuroso. Aunque se han hecho intentos de restringir anuncios en ciertos horarios o de prohibirlos en espacios infantiles o deportivos, la realidad es que la población permanece expuesta a campañas agresivas. Diversos estudios han documentado cómo la publicidad contribuye a la temprana introducción de los jóvenes al consumo de licor, perpetuando un círculo vicioso difícil de romper.

Este panorama exige una reflexión seria y comprometida. Resulta urgente el fortalecimiento de políticas que no solo busquen reducir el consumo, sino que también ofrezcan soluciones a la dependencia económica de los departamentos en impuestos del licor. El debate no debería limitarse al control de la publicidad o a la posible ampliación de las etiquetas de advertencia; también es necesario generar conciencia social sobre los riesgos de una sustancia que ha conseguido, con éxito, camuflarse en la cotidianidad. La salud pública, y con ella la sociedad entera, seguirá en jaque mientras permitamos que la industria del alcohol fluya sin mayores contrapesos. ¿No será hora de cuestionar la cultura que hemos heredado y de exigir una regulación a la altura del problema?

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