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No es conveniente normalizar la falta de compostura y el exceso de informalidad, que pueden ser fomentados en cierta medida por las redes sociales y la búsqueda de aprobación digital a través de los “me gusta”.
Por Federico Hoyos Salazar - contacto@federicohoyos.com
En nuestra conversación cotidiana, a menudo dejamos de utilizar ciertos términos y, lo que es más importante, dejamos de experimentar el significado de algunas palabras. Según el diccionario de la Real Academia Española, el “decoro” se define como la “reverencia que se debe a una persona por su nacimiento o dignidad” y se relaciona con conceptos como “circunspección”, “gravedad”, “honor”, “respeto” y “recato”. El decoro está vinculado al comportamiento apropiado para una posición de autoridad específica. Esta palabra, precisa en su significado e importante en su aplicación, parece haberse perdido, en particular, en el comportamiento y la actitud de quienes gobiernan Colombia, ya sea a nivel nacional o regional. Sin embargo, esta cualidad debe ser recuperada y evaluada de manera consciente cuando votemos y elijamos a quienes tomarán decisiones que afectarán la vida de todos.
Es natural que los gobernantes sean falibles y que, en momentos de enojo o excitación, puedan cometer errores en su lenguaje y mostrar un comportamiento excesivo. El problema no radica en la ocurrencia ocasional de estos momentos, sino cuando la falta de decoro, es decir, la grosería, el cinismo y la indecencia, se convierte en la norma general.
Como ciudadanos, no debemos abandonar la idea y la aspiración de tener personas de alta calidad profesional, ética y humana liderando nuestras sociedades. No es conveniente normalizar la falta de compostura y el exceso de informalidad, que pueden ser fomentados en cierta medida por las redes sociales y la búsqueda de aprobación digital a través de los “me gusta”, en lugar de la responsabilidad de gobernar con excelencia y de comportarse de manera ejemplar para generar confianza y estabilidad en la sociedad.
El profesor emérito de la Assumption University, Daniel J. Mahoney, describe en su libro El estadista como pensador (2022) algunos de los rasgos y virtudes que deben tener y cultivar los gobernantes. Cita a Cicerón, quien expresó que “una persona verdaderamente magnánima y valiente debería preferir la afabilidad y la nobleza de espíritu a la inutilidad y odiosa irritabilidad”. Esta idea de elegir a personas con almas nobles y virtudes sólidas debe ser una aspiración social. Las habilidades ejecutivas por sí solas y el tan elogiado carisma no son suficientes; las sociedades merecen y requieren gobernantes virtuosos que sepan comportarse en situaciones adversas y transmitir serenidad y control. Independientemente de las ideas políticas que defiendan, los gobernantes deben ser modelos de comportamiento y respeto.
Otro pensador y académico local, Santiago Silva de la Universidad EAFIT, escribe en su excelente texto Ideas sobre el servicio público (2021) que “el mantenimiento de la concordia también implica la necesidad de cuidar las formas en el debate político, especialmente evitando en la medida de lo posible la rabia, la grosería y el enojo en el debate público”.
Mantengamos viva la aspiración de tener buenos gobernantes y evitemos la tentación de elegir únicamente a quienes consideremos carismáticos o independientes de las estructuras políticas tradicionales. Comprendamos que esto puede llevar a que, una vez en el poder, el carácter y las virtudes o vicios de quienes gobiernan se manifiesten en decisiones y políticas públicas con efectos positivos o negativos para todos. Como dijo el presidente Lincoln, el poder es el espacio donde realmente se conoce el carácter de las personas.