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Según un informe de la Unesco, sólo en la última década más de 260 millones de personas han tenido que migrar, han sido desplazadas o han perdido sus hogares por desastres climáticos, la mayoría por el calentamiento global.
Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com
Cuando tomo agua fresca y pura creo no beberla sino besarla, adorarla. Mientras sacio mi sed agradezco lo que bebo, me siento el hombre más rico y afortunado del mundo. Una vida sin agua no sería posible, tener que desplazarme horas para tener apenas una coquita de agua que ni siquiera es potable sería lo más terrible que pudiera pasarme. No he tenido que sufrir de sed para ser consciente del valor que tiene el agua. Y cada que la bebo pienso justamente en quienes no la tienen cerca y sufren, y la cuido más por ellos, porque una vida sin agua es una guerra que no quiero enfrentar.
La antropóloga y periodista española, Virginia Mendoza, quien sí ha sufrido la escasez del agua en un lugar de La Mancha, escribió un libro titulado “La sed”, y no miento, lo bebí con la saliva seca para entender mejor lo que hemos sido y podemos ser como humanidad, porque nuestra historia está condicionada por nuestra relación con el agua. En estas páginas queda muy claro cómo casi todo lo que define nuestra especie surgió y se desarrolló durante cambios climáticos en los que se alternaban la humedad y la aridez.
Como lo aprendimos en la escuela, nuestro sistema climático depende de varios factores. La atmósfera, que además de permitirnos respirar, se encarga de mantener una temperatura media de quince grados mediante sus gases de efecto invernadero. El efecto invernadero, que en su estado natural equilibra la energía que recibe y emite la Tierra, pero que hemos aumentado artificialmente, contribuyendo a un calentamiento global. Las corrientes oceánicas, que contribuyen a este equilibrio en su interacción con la atmósfera. Y, finalmente, la radiación solar. A todo esto, como lo cuenta Mendoza en este recorrido, hay que añadir un nuevo detonante: nosotros y nuestras acciones.
Y aquí es donde tenemos todo por hacer. “Tampoco sirve de nada caer en el pesimismo, porque pesimista es quien ha decidido no hacer nada por cambiar las cosas, dado que, según su lógica, no van a cambiar. Sólo el optimismo, racional y no de taza cuqui, puede impulsarnos, no por un designio divino, sino por la voluntad de arreglar lo que hemos roto, sabiendo que aún hay algunas piezas que se pueden reparar. No hay acción sin esperanza”, dice Virginia en este libro lleno de datos, de historias, de reconocimiento por la especia humana y nuestros antepasados.
Según un informe de la Unesco, solo en la última década más de 260 millones de personas han tenido que migrar, han sido desplazadas o han perdido sus hogares por desastres climáticos, la mayoría por el calentamiento global.
Yo, que hago parte del equipo de Tales de Mileto, quien creía que el agua era un principio esencial de la vida, adoro la lluvia moderada y me gusta repetir esa palabra preciosa cuyo olor le compite al del pan: petricor. Yo, que venero todos los días el agua pura que puedo beber, me preocupa profundamente la sed de los otros, porque detrás de la sed siempre llega la pobreza y el hambre. Leer este libro es un acto de empatía, es una carta personal que dice: no todo está perdido.