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En un trabajo que hice con mujeres privadas de la libertad en Argentina, varias de ellas me contaron que suelen cortarse la piel cuando algo las afecta. El cuerpo mitiga alguna angustia propia, un problema con la familia.
Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com
Por estos días, creo que no me equivoco si digo que, además del circo y la frustración que nos depara este Gobierno, y otros megalómanos del mundo, uno de los temas más importantes para las personas es el cuerpo, o mejor dicho, lo que quedó después de los excesos de diciembre. Frente al espejo quedan en evidencia la natilla, los buñuelos, los ricos tracitos de chicharrón, los chorizos, el licor, todo lo que no se midió y ahora es una simbólica masa que sienta su posición cuando el pantalón no encaja, no sube o aprieta demasiado.
El cuerpo se manifiesta de muchas maneras, en el cuerpo de Cristo, por ejemplo, que, a propósito, recuerdo la travesura de una vieja amiga que cansada de que las monjas de su colegio le dieran tanta importancia a una simple hostia, un día decidió no tragarse ese cuerpo extraño, sino que se lo llevó sigilosamente a su banca y se sentó sobre él, deseaba que al menos gritara, como los cuerpos cuando se arañan o se muerden. No pasó nada, desde ese día también decidió morder la hostia, apenas le daban el cuerpo en la boca porque ese Cristo insensible tampoco sentía dolor.
Y es que la piel del cuerpo, a veces, debe doler para que otros dolores desaparezcan, se distraigan o se vayan. En un trabajo que hice con mujeres privadas de la libertad en Argentina, varias de ellas me contaron que suelen cortarse la piel cuando algo las afecta. El cuerpo mitiga alguna angustia propia, un problema con la familia. “El corte corta la angustia”, dicen. Cuando se cortan, la atención se fija en la sangre y la sangre llama la atención de los demás, así logran que las escuchen o, al menos, las lleven al centro médico. Un corte en la piel queda y eso también es simbólico en el cuerpo que se carga.
En el libro de la escritora española, Marta Sanz, “Clavícula”, hay una reflexión sencilla y profunda sobre el cuerpo y el dolor, como si ambas, después de cierta edad, no pudieran desligarse. “Yo diría que mi línea de la vida sufre interferencias a partir de los cincuenta años. Ese es mi preciso cálculo adivinatorio. Mi profecía. Ahí se localiza exactamente la desaparición de mi confort físico y de mi publicitaria sensación de vivir. Arranca la época de las enfermedades mágicas. El miedo a quedarme viuda. Huerfanita. O en la miseria”. Un libro bastante autobiográfico sobre ese cuerpo que se deforma, recompone o resucita al ritmo de la propia realidad.
El cuerpo es algo maravilloso, es una obra de arte viva. En él nos queda lo que fuimos, lo que somos, lo que nos gusta y lo que no. El cuerpo puede hablar más que una boca, por esa sencilla razón valdría la pena prestarle mucho más que una o dos orejas.