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Quienes todos los días escriben palabras, deberían ser más conscientes de ellas. Nadie que escriba debería hacerlo sin antes agradecer la suma y la resta de los adjetivos, el contendido final.
Por Diego Aristizábal Múnera - desdeelcuarto@gmail.com
Hay días que uno solo quiere poemas, saciarse de ellos, leerlos así no se entiendan los versos, rumiarlos, memorizar alguno, por ahí, e irlo olvidando casi de inmediato. Hay días que uno solo quiere poemas y abre las hojas sin ningún orden, al azar, hace preguntas existenciales a las páginas, y no satisfecho con las respuestas, de nuevo se intenta hasta que pasen muchos versos y uno vaya sintiendo la calma. Porque los poemas calman, leer calma, y el silencio es un regocijo, es el ritmo de las palabras que anidan en los oídos.
Después de mucho leer poemas, de repetir: “Se me pegó la lengua al paladar/ Tengo una sed ardiente de expresión/ Pero no puedo construir una frase”, uno sigue buscando más poemas, se hace tan eterno como un tal Nicanor Parra, el poeta que sigue vivo, porque nadie puede morirse después de haber vivido 104 años.
El escritor chileno, Rafael Gumucio, escribió hace unos años una de las biografías más hermosas sobre este poeta, se llama “Nicanor Parra, rey y mendigo”, me atrevo a decir que es tan bello el libro que de vez en cuando leo nuevamente algún fragmento de esas 493 páginas que son un clamor por el antipoeta inmortal, al poeta que, curiosamente, pasó su vida tratándose de convertir en periodista. Qué cosa más rara, y afortunada a la vez, porque así nacieron los “Artefactos”, que son obritas perfectas, de esas que te dejan impávido si quieres escuchar: “Qué será lo que dice/ cuando mueve las hojas/ el árbol dice algo/ cuando mueve las hojas”. Y además la ilustración, el trazo apático, la profundidad cotidiana. “Aunque no pudo soportar los horarios de cierre, ni la obligación de ser ingenioso cada siete días, no dejó de obsesionarlo nunca la posibilidad del periódico como el espacio supremo en que la poesía debía terminar. Su tumba y también su resurrección, el lugar donde todas las palabras se reciclan”.
Esto que dice Gumucio me parece contundente. Ojalá tuviéramos más poetas queriendo ser periodistas, y también viceversa, pero no tanto. Quienes todos los días escriben palabras, deberían ser más conscientes de ellas. Nadie que escriba debería hacerlo sin antes agradecer la suma y la resta de los adjetivos, el contendido final. Si las palabras quedan sobre el papel es por algo, hay una especie de eternidad que no siempre se valora, así también la eternidad sea un suspiro, una lectura ligera en un café, en el avión. Pero a veces, uno no sabe qué palabras se quedan enredadas por ahí y salvan. Hay días que uno solo quiere leer poemas porque son tan concretos, tan potentes, que uno siente la necesidad de vivir más de cien años para seguir rumiando algo, o al menos decir antes de irse: “En el jardín que parece un abismo/ La mariposa llama la atención:/ Interesa su vuelo recortado/ Sus colores brillantes/ Y los círculos negros que decoran las puntas de las alas...”