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El poder en las relaciones internacionales, en el corto plazo, suele radicar en la capacidad de coerción: la imposición de la voluntad sobre el otro mediante la fuerza, ya sea a través de la amenaza del poderío militar o, como se ha vuelto tendencia, por medio de aranceles, otra forma de guerra: la comercial.
Sin embargo, en el largo plazo, no siempre son las balas ni las bombas las que determinan quién se impone. Así como el Imperio Romano no dependía únicamente de sus armas, sino también de la difusión de su cultura a lo largo del Mediterráneo, y así como el Muro de Berlín no cayó por una invasión, sino por la victoria de los valores occidentales sobre el desencanto y las privaciones del comunismo, el “poder blando” (soft power)—la capacidad de un país de influir a través de la cultura y la ideología—puede ser el factor decisivo en la configuración del orden global.
Hollywood y Coca-Cola, al igual que la ONU y las instituciones económicas creadas en Bretton Woods, han sido más efectivas en la promoción del orden liberal internacional que defiende Estados Unidos que su propio poder militar. Algo que se refleja claramente en su favorabilidad entre otras naciones.
Según una encuesta del Pew Research Center, la imagen de Estados Unidos es, en promedio, mucho más positiva en el mundo que la de China, su principal rival geopolítico. En la medición de 2024, se observa un grupo grande de países donde la imagen favorable de Estados Unidos supera el 50%, mientras que la percepción de China es mayoritariamente negativa, entre los que se encuentran Europa Occidental, Japón, Corea del Sur, Filipinas e India: una gran proporción del PIB global. No obstante, hay excepciones: países como Singapur, Malasia y algunas naciones del mundo árabe mantienen una visión mucho más favorable de China.
También existe un grupo relevante de países donde la favorabilidad hacia ambas potencias es similar y, en general, positiva: naciones africanas como Nigeria y Sudáfrica, algunas asiáticas como Tailandia y Sri Lanka, y la mayoría de América Latina, donde países como México, Brasil, Perú y Colombia han mantenido, recientemente, una visión equilibrada de ambos actores.
O al menos así era, hasta que Donald Trump llegó para dinamitar frontalmente muchos de los cimientos del “poder blando” de Estados Unidos.
Dentro de la última encuesta Invamer, publicada a finales de febrero, un dato pasó desapercibido entre las discusiones sobre la popularidad de Petro: mientras la favorabilidad de Estados Unidos cayó del 52% al 39%, la de China subió al 50%, alcanzando su mayor ventaja sobre los gringos desde que existe la medición para ambos países.
Luego de las confrontaciones de Trump con Panamá, Canadá, México y otros aliados tradicionales, sumadas a su retórica antiinmigratoria y su proteccionismo exacerbado, es previsible que encuestas similares en otras naciones reflejen la misma tendencia: una erosión de su poder blando.
Mientras tanto, China, cuya influencia global ha sido principalmente económica, le apostará a seguir ganando terreno. En América Latina y el resto del mundo emergente, esto se traduce en crecientes inversiones en infraestructura física, pero también en la captura de la atención digital a través de TikTok, la expansión de plataformas como Temu en el comercio electrónico y la llegada de marcas aspiracionales chinas, como BYD en el sector automotor.
Aun así, Estados Unidos ha acumulado décadas de poder blando, lo que debería ser suficiente para que un solo mandato no deshaga todo lo logrado. La verdadera incógnita es si Trump representa una anomalía temporal o el inicio de un cambio estructural...
