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Al darnos cuenta de un error le otorgamos existencia, una condición necesaria para poder corregirlo.
* Director de Comfama.
Querido Gabriel,
“Estás equivocado”, dijo Nicolás. Lo miré fijamente, un tris molesto. “No has entendido bien”, insistió. Me quedé quieto, en silencio. Decidí ignorar el rugido del ego. “¿Me explicas, por favor?”, respondí. Lo escuché porque es un tipo inteligente y sabe mucho de finanzas. “¡Tienes razón!”, concluí, ni triste ni ofendido, sino, más bien, agradecido por su paciencia y asertividad.
Es que no siempre resulta fácil aceptar nuestros errores de información, conocimiento, comprensión o juicio. Nos educaron en un modelo en el cual nos regañaban y nos quitaban puntos en los exámenes por equivocarnos. ¿Hablamos sobre aprender a fallar? ¿Conversamos de cómo pillarnos a nosotros mismos en una equivocación y luego desatar un gozoso proceso de aprendizaje a partir de esta epifanía?
Aceptemos que lo más fácil, ante cualquier error, es la negación. La respuesta automática ante un desacierto evidente es ignorarlo o rechazarlo. Siempre me ha gustado la palabra realize, en inglés, que significa literalmente, darse cuenta, cuya etimología es la misma que en español y significa “hacer que algo tome forma real”. Al darnos cuenta de un error le otorgamos existencia, una condición necesaria para poder corregirlo.
Hay que admitir que las equivocaciones generan un dolor emocional que para algunos de nosotros tiene hasta manifestación física. El error, cuando comienza a evidenciarse en nuestra mente, hace que nos duela la barriga, produce náuseas y nos calienta la cara. Nos avergüenza ver nuestras faltas en el espejo. ¿Comprenderemos algún día que ese dolor puede convertirse en una inmensa fuente de placer? Caer en cuenta de un equívoco nos conduce al sublime deleite del aprendizaje.
Análogamente al ejercicio, en el cual, al comienzo, los músculos hacen repulsa, la maestría en la disciplina de reconocer y aprender de los errores comienza doliendo y termina tornándose indispensable; abrazar el error se volverá parte de nuestra rutina personal. Los más tozudos sufrimos un poco con el proceso pero son solo dolores de crecimiento, no hay patología alguna tras esas molestias y emociones. “Basta acallar el orgullo para oír el rumor de los enjambres sagrados”, escribió Nicolás Gómez Dávila.
Llegará un día, propone Adam Grant, en el que entenderemos que nuestras opiniones, creencias y pensamientos no son parte de nuestra identidad, que son como la ropa que nos ponemos cada mañana, un día dejaremos de usarla, cuando esté rota o no funcione más. No somos lo que pensamos ni lo que creemos. Sin este apego, actuaremos como científicos, comprenderemos que toda conclusión es temporal hasta que aparezca nueva evidencia que la mejore, contradiga o modifique.
Hagamos la tertulia sobre celebrar los desaciertos y construir una cultura en instituciones educativas, organizaciones y en la sociedad misma en la que hagamos fiesta cuando alguien caiga en cuenta de sus errores, no con burla sino con legítima alegría. “Te felicito, estás equivocado”, repitamos en las empresas. “Si me equivoco, les ruego que me saquen del hueco”, dice un líder admirable. ¿Te imaginas llegar a la casa y que, cuando te pregunten por el balance de la jornada, puedas responder, sonriendo, que estás feliz porque descubriste una errata, una cagada o una falta que habías cometido con la mejor de las intenciones? Errar es humano, dicen, pero gozar tanto del error como de la victoria es, quizá, el privilegio de aquellos que están comenzando a acariciar la sabiduría.