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Bonilla cayó como quiso Petro que cayera en Uruguay la bandera colombiana en la ceremonia en la que se condecoró al expresidente Mujica.
Por Alberto Velásquez Martínez - opinion@elcolombiano.com.co
Hace tres décadas Fernando Botero Zea, quien había renunciado como ministro de Defensa, acusaba a su presidente Ernesto Samper de que “sí sabía de la entrada de dineros ilícitos” donados por el cartel de Cali a su campaña presidencial. Ahora, en plena caída libre, el ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, enreda al presidente Petro, sindicándolo de que “siempre estuvo enterado de mis acciones”. Acciones que eran las audacias que aquel utilizó para canjear cupos indicativos –antes llamados auxilios parlamentarios– por votos de congresistas para impulsar determinados proyectos de ley. Bonilla los invitaba a devorar suculentos como irresistibles platos de mermelada salidos de la cocina del presupuesto nacional. La historia se repetía entre lo que ayer resultó ser mal sainete y ahora chapucero drama.
Bonilla tuvo otro episodio, sumado a la compra de votos congresionales, que lo enredó más ante el arrogante poder presidencial. Y fue la denuncia que tramitó ante la Fiscalía por delitos de corrupción que salpicaron no solo al hijastro del presidente, Nicolás Alcocer, sino a su gran amigo, el presidente de Ecopetrol, Ricardo Roa. Buena parte de la opinión pública intuye que esta fue la razón principal para que Petro echara a empellones al ministro. Pocos creen que su expulsión haya sido por la razón que dio el jefe de Estado para excluir a Bonilla de la nómina ministerial: haber “desobedecido mis órdenes de no confiar en los funcionarios uribistas de Minhacienda que nos hicieron trampas y evaporaron la plata para la universidad pública”. La vergüenza causada no solo por las temeridades pasadas de su hijo Nicolás Petro, sino ahora por las de su hijastro Nicolás Alcocer, le agotaron la paciencia, encontrando en su ministro el chivo expiatorio de turno.
Bonilla cayó como quiso Petro que cayera en Uruguay la bandera colombiana en la ceremonia en la que se condecoró al expresidente Mujica. El gobernante colombiano intentó enarbolar la bandera del M-19, olvidando que su posición era la de jefe de Estado y no dirigente del grupo subversivo que sacrificó en el Palacio de Justicia a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, uno de los tres poderes en el cual se fundamenta una nación democrática. Cómo sería de insólito el acto que hasta Roy Barreras, grado 33 del transfuguismo, alarmado por la forma como se desprestigia el régimen, pulsó el botón de pánico: “No le ahorren más trabajo a la oposición. Paren la autodestrucción”. Ya era el colmo que el embajador ante el Reino Unido se sobrecogiera por las impudicias en la Colombia que algunos llaman ahora “potencia mundial de escándalos”.
Con todos estos amargos episodios quedan notificados los ministros de que quien discrepe en los consejos de gabinete de los dogmas y opiniones del gran patrón, no quedará más en la foto. El pensamiento crítico allí no existe. Queda así advertido el nuevo titular de Hacienda, Diego Guevara, que por más que la economía se defina como ciencia del libre examen, cualquier desviación o denuncia que se haga por fuera del criterio presidencial, se pagará con el asfalto.