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León Vargas, el artesano del sonido del barrio Aranjuez

Uno de los mejores lutieres cumple ocho décadas con su taller y su conocimiento abiertos de par en par.

  • Don León Várgas, un reconocido Luthier que a sus 96 años aún sigue activo en su talles en el barrio Aranjúez donde además reparan pianos, bitrólas, etc. Foto: Esneyder Gutiérrez
    Don León Várgas, un reconocido Luthier que a sus 96 años aún sigue activo en su talles en el barrio Aranjúez donde además reparan pianos, bitrólas, etc. Foto: Esneyder Gutiérrez
  • Don León Várgas mostrando algunos elementos de su taller en Aranjuez. Foto: Esneyder Gutiérrez
    Don León Várgas mostrando algunos elementos de su taller en Aranjuez. Foto: Esneyder Gutiérrez
  • Don León Várgas junto a una de sus guitarras más preciadas. Foto: Esneyder Gutiérrez
    Don León Várgas junto a una de sus guitarras más preciadas. Foto: Esneyder Gutiérrez
07 de octubre de 2023
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Casi todo lo que existe en el taller de don León Vargas –incluso él mismo– fue creado para durar varias vidas. Hay una garlopa que fabricó su papá hace 108 años y están sus manos, de casi 96 años buscando por todas partes, midiendo, haciendo, tocando.

Don León es un lutier, el lutier de Aranjuez. Construyó su primera guitarra hace 86 años junto a su papá, un ebanista y músico que lo desafió a descifrar la matemática oculta entre la cejuela y el puente que liberaría la música de ese primer instrumento que hizo con sus manos.

Pero antes que lutier fue carpintero. Y el problema de los carpinteros, dice, es que tienen una historia para cada cosa. El objeto que detona una de sus historias es la vieja y fina mesa de trabajo que compartió toda la vida con su papá desde el día en el que aprendieron a la brava que estaban desperdiciando el tiempo y el talento trabajando para otros.

Un sábado de 1942, mientras esperaba a su papá en una esquina de Carabobo, ensayando cómo decirle que lo habían echado de la ebanistería en la que trabajaba, lo vio venir desde lejos desmadejado, casi deforme, arrastrando los pies. A Julio, su papá, lo acababan de echar de otra ebanistería porque dejó de servirles cuando se enfermó de una artritis que contrajo por la humedad en la que trabajó allí mismo durante años.

Sin mucho que perder, con una casa en obra negra en lo que todavía no era el barrio San Cayetano, y una mesa esperando comida, se fueron para la tipografía De Bedout. La palabra empeñada fue suficiente para que allí los empujaran con el plante: un arrume de madera de guayacán amarillo con el que empezaron a hacer muebles de oficina en su propia casa, con las herramientas que hoy siguen sirviendo en el enorme taller incrustado en un pasadizo sin salida, al lado de una calle que desemboca en el jardín de la Casa Museo Pedro Nel Gómez. Así nació la ebanistería “Julio y León Vargas”, los dos confiables carpinteros a los que podían contactar marcando a un teléfono que apenas tenía cinco números: 422-51. El aviso persiste. Todo allí lo hace.

Don León Várgas mostrando algunos elementos de su taller en Aranjuez. Foto: Esneyder Gutiérrez
Don León Várgas mostrando algunos elementos de su taller en Aranjuez. Foto: Esneyder Gutiérrez

Ni un solo día les faltó trabajo y tampoco hubo día en el que León no sacara tiempo para interrogar a la madera que caía en sus manos hasta encontrar sus sonidos. Se inventó una especie de bafle de madera, le decían Tortuguita. La fama del sonido que producía fue tal que el nombre de León Vargas llegó a oídos de Remberto Osorio, el gran reparador y afinador de pianos de Medellín en esos tiempos. Osorio le abrió su taller y su cabeza y León aprendió a restaurar pianos con los ojos cerrados. A partir de ahí desarrolló su propia técnica para devolverle el sonido a esos pianos maltrechos que padecían el clima tropical.

Pero su gran debilidad eran las cuerdas y arcos y encontró en un checoslovaco, Eduardo Polaneck, al maestro definitivo que lo guió por un mundo de músicas, invención y perfección matemática. Polaneck hizo carrera en Europa junto a grandes como Malats y Marchetti y aterrizó en Medellín donde se convirtió en maestro de conservatorio y abrió un estudio en Junín con Maracaíbo donde enseñó a tocar la guitarra bajo la técnica alemana.

Casi todo lo que cuenta, narra y explica don León lo hace con voz y rostro neutros. Casi todo menos las canciones que canta y la gratitud que revela. Donde guarda casi un siglo de recuerdos tiene un lugar especial para las personas que le regalaron su conocimiento con una generosidad sin reservas.

Ahí está Polaneck al otro lado del teléfono escuchando a un angustiado León, frustrado por un violín que no dejaba descifrarse, pidiéndole repetirle la instrucción.

–Me decía ‘aliste todas las herramientas, organícelas en la mesa. Llego a las 2 y 25. Tengo solo 10 minutos’. A esa hora entraba al taller, me despejaba todas las dudas en 10 minutos que valían por horas y se subía a su Renault, afanado con mil cosas por hacer”– Recuerda.

León no solo aprendió a restaurar violines sino a escucharlos. Y escuchándolos descubrió un fenómeno que surgía de la relación de las cuerdas y la madera que acentuaba los matices de las octavas –algo imperceptible para el oído desprevenido– y que las guitarras que había restaurado hasta entonces no poseían. Así que aprendió a reproducirlo en sus guitarras.


Dos instrumentos y una serenata

El problema de los carpinteros es que tienen una historia para cada objeto. Lo recuerda para explicar cómo terminó convirtiendo su casa en un museo con dos rarezas.

La herencia musical no vino solo de su papá.

–Mi bisabuela materna se llamaba Asunción. A mediados de los mil ochocientos trabajaba en una casa rica en el Centro y un día cualquiera vio colgada una guitarra en un clavo. Fue y le dijo a la patrona, ‘¿usted qué va a hacer con esa guitarra?’ Nada, dijo la patrona, ‘se la trajimos de Francia a la niña pero ya se casó. ¿Por qué? ¿Te interesa, Asunción?’ Mi abuela le respondió que se la quería regalar a su niña, o sea a mi abuela. La señora se la dejó llevar y mi bisabuela se la pagó a punta de planchadas–.

Don León Várgas junto a una de sus guitarras más preciadas. Foto: Esneyder Gutiérrez
Don León Várgas junto a una de sus guitarras más preciadas. Foto: Esneyder Gutiérrez



La guitarra pasó de manos de su abuela a su mamá, una mujer con voz soprano y un gusto musical tan amplio como refinado. Y de su mamá pasó a León, no sin antes extraviarse un par de veces en manos de músicos borrachos y algún inescrupuloso. Es una guitarra española con más de 160 años, con un raro diseño que parece ser un ejemplar único, porque nunca ha encontrado o ha sabido de otra parecida.

La otra rareza que posee nació de un error. El violín más bello que había restaurado se lo vendió a un músico por $15.000 pesos. Pero fue solo después de venderlo que se percató de que había dejado ir una joya que difícilmente iba a volver a encontrar.

Despechado, se fue para Guayaquil a preguntar prendería por prendería si alguien había empeñado un violín que él pudiera advertir que tuviera algún pedigrí. Y lo encontró.

Un músico tan genial como borracho empeñaba cada quince días su violín. León lo persiguió y lo convenció de vendérselo en $6.000 pesos. Fue solo después de recuperar meticulosamente la madera pintarrajeada y raída que descubrió que tenía en sus manos un violín con el sello de Paolo Maggini, alumno estrella de la Escuela de Brescia, quien durante su corta existencia construyó unos cientos de violines y violas considerados hoy entre los mejores de la historia por su sonido profundo, envolvente y su poderoso tono.

Maggini, el lutier italiano, murió por la peste en 1630. León, el lutier de Aranjuez, terminó restaurando el violín majestuoso que encontró en una prendería del Centro.

El 25 de noviembre de 2021 el violín y la guitarra lucieron suntuosos en la sala de la familia Vargas, mientras un grupo de músicos de la Filarmónica de Medellín tocaban una serenata inversa, un homenaje organizado por la Filarmónica y la Casa Museo Pedro Nel Gómez para celebrar los 94 años de don León, quien se encargó de seleccionar las 10 piezas, entre las cuales pidió un bolero cubano que le escuchaba cantar a su madre y que el quinteto sinfónico arregló y tocó desde el balcón de la casa de los Vargas para los vecinos que se juntaron en la noche para escucharlos.

Hace dos meses entregó las últimas tres guitarras que construyó. Don León es el último coloso del arte del siglo XX en pie en Aranjuez, barrio que también habitaron Tartarín Moreira, Horacio Longas y Pedro Nel Gómez.

Dice tener sus dudas sobre la posibilidad de llegar a ser un hombre centenario. Tampoco le inquieta mucho, pues ya se aseguró durar varias vidas. Sus hijos, discípulos suyos, están entre los mejores restauradores musicales de Medellín. En la escuela de música de Aranjuez decenas de aprendices esperan con avidez cada clase suya.

–Si algo aprendí es que me tiene que alcanzar la vida para compartir con generosidad lo que con generosidad me enseñaron–.

La importancia de rescatar conocimiento

La Débora Arango se ha convertido desde hace algunos años en el epicentro de un esperado encuentro anual de lutieres de varias partes de Latinoamérica que por una semana se reúnen para compartir conocimientos y mantener así vivo y fuerte el oficio.

Una de los grandes desafíos de la lutería actual es recuperar conocimientos y acceder a ellos por parte de los jóvenes aprendices. Viajar y aprender de los mejores en el exterior no es una opción para la mayoría de lutieres en países como Colombia.

Según el lutier peruano Eduardo Mognaschi, fundador del Seminario Internacional de Lutería que se da cita en la Débora cada año, acceder a un espacio de estos puede costar hasta 10.000 dólares en Estados Unidos y Europa. De ahí la necesidad de recuperar la memoria y conocimiento de lutieres como León Vargas.

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