Es habitual que en Medellín, ante un crimen escabroso, los más mayores y los más piadosos se asombren y se santigüen. También es frecuente que, tras este acto, se comente que en décadas atrás estas cosas no pasaban en la Bella Villa. Sin embargo, crímenes horribles ha habido de tiempo atrás en la ciudad. Basta con mirar el Crimen del Aguacatal (1873), el caso Posadita (1968) o la terrorífica historia que venimos a contar para darse cuenta que acá también ha habido monstruos dignos de un libro de horror de Stephen King.
La historia de este cruento asesinato se remonta a 1928 cuando las mangas y las fincas ocupaban la mayor parte de la urbe. Si bien el relato fue rescatado el año pasado por Universo Centro, una nueva revisión de los detalles de la época ofrecen más datos del crimen que conmocionó a la ciudad hace casi 100 años.
El crimen de La Escocia
El martes 14 de agosto de 1928 el periódico El Heraldo de Antioquia narró el hallazgo del cuerpo de un adolescente en una fosa al interior de la finca La Escocia, ubicada entre los barrios La Mansión y Majalc (que ya no existe), cerca a la quebrada El Ahorcado, donde hoy se ubica el parque-bosque de Boston, al oriente de Medellín.
Según la nota, el mayordomo de la finca –David Vásquez– había denunciado la noche del sábado 11 en la inspección de permanencia que días antes observó un hoyo abierto de 50 centímetros de profundidad en la arboleda de La Escocia. Sin embargo, el sábado la zanja ya estaba cubierta con tierra y hojarascas.
Intrigado, Vázquez removió un poco de tierra y para su asombro encontró la mano de un adolescente. Vázquez salió despavorido y contó del hallazgo a varios vecinos quienes le recomendaron hacer la denuncia inmediatamente ante las autoridades.
Tras esto, el inspector Alfonso Cadavid asistió raudo al lugar de los hechos junto a varios detectives. A las 10:00 p.m., de ese sábado el cuerpo del joven, que tendría 14 años, ya había sido exhumado.
Durante ese fin de semana los médicos legistas Julio Ortiz Velásquez y Agustín Piedrahita Restrepo revisaron el cuerpo del joven en busca de evidencias. En las pesquisas –consignadas en la edición número 6 de 1931 de los Anales de la Academia de Medicina de Medellín– los galenos describieron en detalle las horribles heridas con arma blanca y de mal filo que sufrió el joven en sus piernas, y que incluso dejaron el hueso expuesto.
Las lesiones daban cuenta de que tres partes de las extremidades fueron cortadas. Sin embargo, “los colgajos de las tres mutilaciones no se nos presentaron ni tampoco aparecieron a pesar de haberse buscado en el lugar de los hechos y en sus vecindades ¿Qué se hicieron esos trozos de carne humana? ¿Qué pasión insana pudo inducir a un sujeto a cometer tan extraño delito?”, anotaron.
Los médicos indicaron que si bien la víctima tenía marcas de estrangulamiento, murió por la grave hemorragia de las heridas. Además, los galenos notaron que muchas de las prendas del joven no tenían sangre, solo los pantalones, por obvias razones, como si lo hubieran desnudado, limpiado y luego vuelto a vestir.
Finalizada la autopsia el esfuerzo de las autoridades se centró en identificar la víctima. Tras varias indagaciones, un hombre llamado Carlos Cano reconoció el cuerpo del adolescente.
Según publicó El Heraldo, el joven se llamaba Roberto Múnera Bedoya (también se hacía llamar Miguel Ángel), tenía 15 años de edad y era hijo de Carlos y de Matilde, una pareja de campesinos de San Pedro de los Milagros. Como era habitual antaño, Roberto desde los ocho años huyó de su hogar para trabajar en Medellín. Primero fue paje y mandadero en casas de familia del centro hasta que en 1926 conoció a Cano, un albañil iletrado de 35 años, y terminó viviendo en su casa junto a la familia de este. Tras la autopsia, Roberto fue enterrado el 13 de agosto en el cementerio San Lorenzo.
¿Más que “amigos”?
Según las pesquisas periodísticas, desde 1927 Cano y Múnera compartían la misma casa del barrio Majalc y vecina a La Escocia, en la que también vivían los padres de Cano (Marcelino y Bonifacia) y algunos hermanos, así como su esposa y sus cuatro hijos. A inicios de 1928, Carlos y Roberto se fueron de Majalc hacia Manizales donde laboraron en albañilería. A mediados de julio de 1928 regresaron a Medellín a vivir en la misma casa de Majalc “muy bien vestidos y pareciendo quererse mucho”, le comentó a El Heraldo uno de los familiares, como si la “atracción” entre un adulto y un niño no fuera un signo evidente de alarma.
Sin embargo, según apuntaron varios testigos, en las vísperas de la muerte de Múnera, entre él y Cano había un enojo creciente. Esto hizo que el joven anunciara que para el viernes 9 de agosto dejaría la casa de los Cano. Desde ese mismo viernes nadie lo volvió a ver.
La investigación del crimen recayó en el detective inglés Holman O. Hanlom, quien había sido contratado por el gobierno antioqueño para reformar el cuerpo de detectives local. Según la prensa de la época, O. Hanlom era un “sabueso” implacable que ya había resuelto 25 hurtos en Medellín.
Durante mediados de agosto, la noticia del crimen de La Escocia se regó como pólvora horrorizando a toda la ciudad, por lo que las autoridades tuvieron que meterle el acelerador a las pesquisas.
El Heraldo relató que el 15 de agosto, a las 5:00 p.m., se hizo una segunda inspección a la fosa, pero esta vez, entre los detectives estaba Carlos Cano, sobre quien pesaba una inicial sospecha toda vez que, pese a estar presente en la exhumación, no dijo que la víctima sería Múnera siendo estrecha su relación.
“Cano instintivamente se dirigió a la fosa donde fue hallado el cadáver de Múnera y allí se detuvo (...) En ese momento, la emoción lo embargó y lloraba y daba muestras de conmoción y espanto. En ese momento, al darse cuenta de que Cano no negaba los hechos que se le imputaban, muchas personas se enardecieron y poco faltó para que se le linchase”, escribió el anónimo periodista al que hoy tanto se le debe.
Al final del día, Carlos Cano Vasco y su padre Marceliano quedaron detenidos como principales sospechosos. Sin embargo, la detención vendría a destapar los horrores y vejámenes detrás de tan macabro incidente
“Comimos con el gusto de los pobres”
Esa misma semana El Heraldo logró entrevistar a Daniel, hermano de Carlos, quien dio pistas de la responsabilidad de su hermano y de lo que pasó con los trozos de carne desaparecidos.
Daniel confirmó que Carlos y Roberto eran muy “cercanos” y que siempre estaban juntos. No obstante, tras la desaparición del joven, cada que inquirían a Carlos por su “amigo” este decía que Múnera estaba bien “colocado” en casas de ricos de la ciudad. Sin embargo, nunca especificó en que casa y siempre daba evasivas.
Posteriormente, Daniel hizo la revelación que heló la sangre de todos los que leyeron El Heraldo ese día: “Cuando llegué el viernes a la casa de mi madre, me contó mi sobrina que Carlos había llevado un pedazo de carne y que ella había notado que la mano y la manga del saco de Carlos estaban ensangrentadas, y que él personalmente echó el pedazo dentro de una olla donde se preparaba una comida. Todos, exceptuando a Carlos, que dijo que ya había comido antes, comimos de esa carne con el gusto y la rapidez que comemos los pobres”.
La frialdad de Carlos
Un reportero de El Heraldo pudo hablar con Carlos Cano, quien pese al grave crimen endilgado, mantenía un carácter risueño y festivo “como si ninguna preocupación embargara su espíritu en estos momentos”, detalló el reportero.
Cano dijo que había conocido a Múnera en Manizales a principios de 1928 en la estación del ferrocarril de allí y negó haberlo visto antes en Medellín, pese a que múltiples testimonios lo contrariaban. Mantuvo su coartada de que había visto a Múnera por última vez al medio día del viernes 10 cerca al Circo España pues, según Cano, el joven trabajaba en una casa “de ricos” vecina.
Cano dijo haber sido sorprendido por la noticia de la muerte de Múnera y su posterior hallazgo en la fosa. “Como me iba a imaginar yo eso, si yo sabía que él no tenía enemigos. Todo esto me ha dado una impresión muy terrible pues era mi compañero de trabajo y en la casa lo queríamos mucho porque era obediente y sumiso”, dijo con gran frialdad como si apenas hubiera conocido al joven.
Al preguntarle el reportero si había comido carne humana, lo negó tajantemente; cuando el periodista le contó que su hermano fue quien había dado el dato, dijo que no sabía porque su familiar había dicho eso. Finalmente, se le preguntó si había llorado a Múnera y respondió: “No señor, yo creo que los hombres no deben llorar ni cuando se les muere la madre”.
Anatomía de un monstruo
En la edición de Anales, los médicos Ortiz y Piedrahita dejaron algunos elementos clave. Uno de ellos es la descripción detallada de Carlos Cano Vasco. Tras un año de escuela, Cano poco sabía leer y escribir. De Marcelino, el padre, se consignó que era un pederasta y corruptor de menores que tenía predilección por los niños por lo que estuvo encarcelado en varias ocasiones. Según los médicos, dicha perversión la terminó “heredando” Carlos unos cinco años atrás del macabro crimen.
“Tiene una marcada predilección por la compañía de muchachos. Ha tenido numerosos amores –frustrados unos, intensos otros– con individuos de su mismo sexo y de menor edad pese a que no es ni alcohólico ni libertino”, aparece.
Según los registros, Cano se ganaba primero la confianza de los chicos jugando con ellos o con pequeños regalos, dulces, ropa e invitaciones. Posteriormente, a medida que avanzaban sus flirteos, los seducía con ofertas de llevarlos a vivir a su morada, o de trabajo bien remunerado, o hasta pagarles por su compañía. Para los galenos, los viajes largos por fuera de Antioquia eran solo una excusa para dar rienda a sus perversiones. “Ganada la confianza, les prodiga caricias en la cara, les coge las piernas, los aprieta contra su cuerpo, los sienta encima y duerme con ellos”, dijeron los peritos.
El expediente resaltó un incidente entre Carlos y Marcelino en el que el primero amenazó de muerte a su padre, toda vez que ambos estaban “detrás” del mismo jovencito. Otras pruebas hechas por los galenos determinaron que Carlos padecía graves enfermedades venéreas y tenía una serie de tatuajes y cicatrices que para los médicos eran señales de masoquismo y sadismo. Para ellos, Cano “es un invertido sexual constitucional y su sentido de la moral es obtuso”.
Relación turbia
De acuerdo con los extractos del expediente consignados por Ortiz y Piedrahita en la revista, a finales de 1927 Roberto cayó en las garras de Cano y juntos viajaron en tren por el país. Primero llegaron a Aranzazu, Caldas. Tras esto se fueron a Manizales donde trabajaban de albañiles y dormían juntos. Sin embargo, un testigo del viaje detalló que Múnera y Cano discutieron toda vez que Cano no le quería pagar un trabajo al joven. “Cano trató muy mal a Múnera y juró que lo mataría”.
A raíz de esto Múnera se empleó en una panadería manizaleña. Hasta allá llegó Cano y lo convenció para que volvieran a las andanzas. Fue así que siguieron hasta Cali a donde llegaron en junio de 1928 y donde trabajaron vendiendo helados. Posteriormente, regresaron a Medellín a finales de julio y siguieron con esa anormal vida bajo el techo de los Cano. Aún así, Múnera continuaba reclamando ochos meses de sueldo lo que terminaba en violentas discusiones y hasta golpizas de Cano al joven.
En una de esas discusiones, Roberto le dijo a Carlos: “¡Es que si no me pagás te denuncio por todo lo que has hecho!”. Cuando Cano escuchó eso sacó un cuchillo y correteó a Múnera para matarlo, pero al ver la presencia de testigos prefirió desistir. Una misma advertencia sobre otros posibles delitos de Cano le había hecho Múnera a otra vecina. “El tiempo lo desengañará”, dijo el joven antes de morir.
En los archivos de la época reposaban también dos muertes de niños a los que el médico Ortiz hizo juicioso seguimiento y que el asesinato de Cano dio pistas. El 6 de agosto de 1926, el médico reseñó que María Muñoz, de cinco años, había salido del barrio Campo Valdés (vecino a Majalc) a hacer un mandado a una tienda vecina. Pero nunca volvió a aparecer con vida. Su esqueleto fue encontrado 20 días después. Para los peritos, la niña, que al parecer fue violada, no fue sola al paraje cerca del río Medellín en el que fue hallada. El médico también apuntó la desaparición el 24 de diciembre de 1926 del niño Luis Manjarrés, quien salió de su casa en Manrique (también vecino a Majalc) a una tienda vecina. Su cuerpo apareció 13 días después en iguales condiciones a Muñoz a la orilla del riachuelo La Polca. Manjarrés tampoco fue allí voluntariamente.
¿Por qué se relacionan estos actos con Cano? Pues resulta que durante sus coqueteos con otro jovencito de nombre Luis Ruiz, cuando estaban cerca a donde hallaron a Manjarrés, Cano le dijo a Ruiz: “Ve, hace tiempo no se pierden muchachos”. Además, en un diálogo con una vecina, Cano admitió que “tenía muchas ‘cruces’ encima y que todavía no había llegado a ‘pagar cárcel’ por el primer muchacho”.
Sentencia de muerte
En el expediente también reposa que para el miércoles 8 de agosto, ante los vejámenes de Cano, el joven recibió una oferta de una antigua patrona para que volviera a trabajar con ella. Múnera había acordado que así sería y que a más tardar en la tarde del viernes retornaría.
La decisión tomada y conocer tantos secretos fueron la sentencia de muerte del joven, pues Cano no concebía la vida sin él, pero también sabía que si Roberto abría la boca, lo esperaba una larga condena en La Ladera, según la hipótesis de las autoridades.
Según las pesquisas judiciales, Cano elaboró su plan así: buscando engatusar a Múnera para que ingresara a La Escocia, le pidió tumbar un palo de naranjo de la finca, de la que eran vecinos. En las vísperas Cano ya había cavado la zanja, tal como lo comentó el mayordomo. Como coartada, Cano pidió en una tienda vecina desde el jueves que le prestaran un machete, el mismo que recogió Munera cerca de las 2:00 p.m. de ese funesto viernes. Luego los dos entraron juntos a la zona boscosa de la que solo Cano emergió en horas de la tarde. De Múnera solo salieron los pedazos de carne que fueron ingeridos por los Cano, pues Carlos había mentido diciendo que eran “trozos de un novillo desnucado”.
Desde agosto de 1928 Cano estuvo detenido por ser el principal sospechoso de la muerte del joven. Para junio de 1930 se anunció que por fin había sido llamado a juicio, mientras que Marcelino obtuvo la absolución.
Estaba libre
La década de 1930 fue bastante convulsa y la guerra contra el Perú –así como el ascenso del nazismo– opacaron el crimen de La Escocia. Solo el 14 de agosto de 1933, EL COLOMBIANO reseñó que Carlos Cano no solo estaba libre sino también armado y que se había visto envuelto en un nuevo crimen.
El 13 de agosto hirió de un tiro a un joven de 23 años que al verlo entrar en una cantina del Centro, comentó con ironía que él no comía carne humana, lo que enfureció a Cano. Por fortuna, Cano fue detenido por este nuevo delito. Lo último que se supo de él, según quedó consignado en Universo Centro, fue que a finales de 1933 fue sentenciado apenas a nueve años de cárcel por la muerte de Múnera. Nunca más se conoció su rastro.