Con mucho pesar me despedí de mi madre en el pueblo antes de fin de año, el 27 de diciembre, para el 31 emprender camino desde Bogotá a la guerra en Ucrania.
El primer vuelo fue con llegada a Madrid el 1 de enero y el segundo a Varsovia, en Polonia. Finalmente, en un destartalado bus, y después de 18 horas, arribé por el oeste a Kiev, la madrugada del 3 de enero.
Fueron casi dos extenuantes días y medio, en cuyo tramo final veía pueblos y ciudades a oscuras que intentaba apenas adivinar en su silueta, pues no iban extranjeros y tampoco entendía ni una palabra de los pasajeros, por demás, con cara de pocos amigos.
Los preparativos las semanas previas fueron algo intensos, a lo que se agregaba la incertidumbre hasta de no saber siquiera la duración del viaje, de si sería de una semana o tres meses, lo que exigía disciplina en el gasto a prueba de balas. Por fortuna, el hostal al que llegué era económico y bien localizado, aunque con un solo baño y una sola ducha para 30 personas, en cuatro cuartos, muy cerca de la céntrica calle Jaroslaviv Val y de la Catedral de Santa Sofía.
Desde las primeras horas, el trajinar en la ciudad fue denso. Desde buscar una buena casa de cambios, evacuar sinnúmero de lecturas hasta buscar expertos ucranianos y el mayor nivel de diálogo gubernamental posible. También podía resultar agotador los continuos cortes de energía, el habituarse a las pocas horas de luz de los días de invierno, comprar en el supermercado y cocinar, pero, sobre todo, las constantes alarmas de ataque aéreo y algún que otro bombardeo.
Eso sí que resultó estimulante, como en una especie de desdoble de roles, sostener largos diálogos con el experimentado embajador Ruslán Spirin, ahora Representante Especial de Ucrania para América Latina.
Podía constatar de primera mano cómo la ideologización y la banalización de la política exterior latinoamericana, iniciada con Hugo Chávez en Venezuela y Evo Morales en Bolivia, han hecho un daño profundo, un menoscabo que continúa con la mayoría de los presidentes actuales, que prefieren posar y apoyar dictadores, como en la reciente cumbre de la Celac en Argentina, y que encuentra su contrapartida en la gran decepción del gobierno ucraniano por la postura de dichos gobiernos respecto de la agresión y el totalitarismo ruso.
Quién sabe qué dirían si Brasil invadiera a Bolivia, a Ecuador o Argentina. Por eso Spirin me llegó a sostener que en América Latina hay esclavos de Rusia, en referencia a Venezuela, Bolivia, Nicaragua y Cuba.
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Claro que las vibrantes jornadas se combinaban con la casi imposibilidad de descansar en el hostal: los malolientes pies de un joven en el cuarto, los ronquidos de otro, sumado al extraño estilo de vida de Serguei, un taxista que vivió algunos años en países del sudeste asiático, pero que por momentos parecía un distinguido indigente, me hicieron salir volando de allí.
Tuve la suerte de encontrar uno nuevo a dos cuadras de la emblemática Plaza de la Independencia o Euromaidan. Lo opuesto al anterior por limpieza, relativo confort, aunque llegué a sentir algo de temor por la falta de huéspedes. Bueno, es que la guerra pasa facturas en todo lado, aunque también lo podía atribuir a estar ubicado a una cuadra de las militarizadas manzanas del Servicio de Seguridad de Ucrania.
Así que la primera noche allí no fue la mejor. Se sumaron un intenso frío por una ventana mal ajustada, y la intranquilidad que me causaba el notar por teléfono la angustia de mi madre.
También, al pensar en la clásica crónica de John Hersey, “Hiroshima” de 1946, en la que retrató el sufrimiento humano y algunos supervivientes de la bomba del 6 de agosto de 1945. Por momentos, pensaba que pudiera estar en el papel del médico Sasaki o el Reverendo Tanimoto, quien también había tenido una mala noche el 5 de agosto de aquel año.
Claro, porque la guerra en realidad se vive a muy diferentes niveles. Una cosa es en el oeste de Ucrania o quienes intentan vivir con normalidad en la capital o hacen gala de una compostura esforzada, lo que se nota en la relativa buena afluencia de clientes en los restaurantes y abundantes cafés de la ciudad. Una faceta de la que llama la atención el elegante diseño y buen gusto de los ucranianos, a pesar de tener un ingreso percápita menor al de la mayoría de los latinoamericanos y muy lejos de la media europea.
También están las víctimas del este del país o los indefensos actores secundarios de la invasión, como una niña que, cuando me refugié en uno de los subterráneos del metro de la ciudad por una sirena antiaérea, me dijo con un traductor de Google: “quiero irme a casa, odio a los rusos”.
Víctimas por partida doble que deben lidiar con sus propios problemas y angustias y ahora les destruyen su país y sus hogares. Como Petya, un inteligente joven de 21 años, con quien conversaba en el segundo hostal y que la guerra persigue a donde vaya. Nacido en Khrestovka, en la provincia de Donetsk, ocupada por los rusos desde la invasión de 2014, se había mudado con sus padres a Kharkiv en 2010, aunque allí no se siente seguro.
El año pasado se fue a donde su abuela, cerca de la capital, pero le resultaba demasiado el Alzheimer que sufre y la guerra. En últimas, está atrapado porque tampoco puede salir o huir del país, pues se expondría a penas de prisión. Me contaba en buen inglés que cuando volvió a Khrestovka en 2016 a visitar algunos amigos, pudo notar el lavado de cerebro de la gente que veía a Putin como un dios, aunque desde 2018 han comenzado a desengañarse porque la situación es cada vez peor.
Claro, la perspectiva es muy distinta cuando se trata de un observador que quiere entender las paradojas, los enormes riesgos o los cálculos estratégicos del ajedrez de la confrontación, frente a la cual la Segunda Guerra Mundial, por momentos, pudiera lucir como un juego de niños. Es que es la primera vez que un solo hombre amenaza al mundo con provocar un apocalipsis. Ni siquiera Hitler. Un riesgo que aumenta si Putin, al verse en riesgo de perder su vida por una guerra mal calculada, usara bombas nucleares y la cadena de mando no se le rompe.
Pero esa razón de fondo de Estados Unidos para no cruzar líneas rojas con un ataque a territorio ruso implica varios dilemas no solo estratégicos, sino hasta morales. Acarrea que el chantaje y el temor a una tercera guerra mundial pueden dilatar la guerra en Ucrania, así eso signifique más sufrimiento de los ucranianos y tal vez cientos de miles de más muertos.
Causa inquietud el pensar que una guerra se pudiera perder solo por temor, que continúen las “carnicerías” humanas como las de Bakhmut y Soledar, en el este del país, o que los ucranianos pierdan posiciones por falta de munición o por el teléfono roto de los líderes europeos. Como si no se tratara antes que nada de la seguridad de Europa, un continente en busca de un líder.
Si, porque, aunque Alemania aceptó finalmente el envío de los tanques Leopard 2 a Ucrania, causa extrañeza el timorato pilotaje de su Canciller Olaf Scholz o la ambivalencia del presidente francés Emmanuel Macrón. Eso frente al liderazgo de Estados Unidos y Reino Unido o la determinación de Polonia y la coalición de países bálticos.
Lo peor es que una vez desatados los demonios nadie controla totalmente el curso de los acontecimientos y la guerra en Ucrania se convirtió en un callejón sin salida, excepto por una derrota de Rusia. De lo contrario, el futuro del mundo y Ucrania será una pesadilla. Un país que no lo merece solo por cometer el pecado de compartir frontera con un sistema político y económico enfermo, pero que, por paranoia de superioridad, está dispuesto a causar un Armagedón