El hambre se exhibe con distintos rostros en Venezuela. Coromoto Velasco, una maestra de la escuela Nuestra Señora de Dolores en el estado de Miranda (centro-norte del país), recuerda con desazón el día en que las sillas de su salón de clases comenzaron a vaciarse, hace ocho meses. Era un extraño ausentismo, los niños faltaban y no había una explicación. Así, la maestra decidió visitar la casa de una de sus alumnas y halló el motivo de la desidia: “La niña tenía tres días sin comer, por eso no iba a clases. La vi en una cama, en reposo, no tenía fuerzas para levantarse. Su madre, único sostén de familia y desempleada, solo había optado por darle yuca y eso no era suficiente”.
Es solo uno de los tantos relatos. Una semana atrás, una alumna lloraba por el ardor estomacal provocado por no haber comido en dos días, otra se había desmayado cuando entonaba el Himno Nacional de Venezuela (una costumbre en los colegios antes de iniciar clases) y un niño pedía acudir en el asueto de Carnaval a la escuela para comer en el colegio.
En una escuela pública de Los Teques, la capital del estado Miranda, la deserción escolar ha crecido por la escasez de alimentos. “Los padres me han dicho que no llevan a los niños al colegio porque no tienen cómo alimentarlos, que si se quedan en la casa tienen más probabilidades de que les den un pedazo de pan. Yo tengo más de 90 alumnos bajo mi dirección y a veces falta la mitad de ellos”, cuenta la directora de la institución educativa.
La deserción escolar es una consecuencia palpable de la crisis venezolana. Se calcula que entre 2005 y 2015, 141.823 estudiantes de primaria y secundaria desertaron, de acuerdo con las propias cifras del Ministerio de Educación. Juan Maragall, secretario para el Progreso Educativo del estado Miranda, recuerda que la inasistencia en los colegios comenzó a recrudecerse a principios del año pasado (según estudio de la Secretaría de Progreso Educativo del Gobierno del estado Miranda).
Los niños, entonces, dejaron de asistir a las clases para acompañar a sus padres en las extendidas filas para comprar alimentos en los supermercados. Un 30 % de los alumnos de 70 escuelas de Miranda faltaba una o dos veces a la semana por esta causa. Pero hay otro motivo más dramático que influye en el abandono de la educación: una porción de los niños se ha dedicado al trabajo para compensar los gastos de la alimentación en sus hogares.
La crisis se mostró severa en junio. Ese mes, las inasistencias escolares alcanzaron un máximo histórico del 51 %, según el estudio antes mencionado, que evaluó a más de 3.000 niños distribuidos en 173 escuelas. Más de la mitad había estado en la frenética búsqueda de alimentos y la mayoría decía sentir miedo a no comer en sus casas.
La carestía se ha cebado en Venezuela. En la escuela Nuestra Señora de Dolores están documentados, al menos, 25 casos de niños en pobreza extrema. En este país, las familias en estas condiciones han aumentado casi el doble durante el gobierno de Nicolás Maduro, concluyó la investigación. El Instituto Nacional de Estadísticas –un organismo administrado por el Ejecutivo– indica que un 9,3 % de los hogares se ubicaban en esta clasificación en los primeros seis meses de 2015.
¿Mucho peor el panorama?
Para Maritza Landaeta, una experimentada coordinadora de la Fundación Bengoa, una ONG creada hace 16 años, y que tiene como objetivo promover programas y políticas de nutrición y alimentación para las poblaciones más vulnerables en Venezuela, el cuadro podría ser más crítico. Junto a un equipo de expertos ha monitoreado el impacto de la crisis alimentaria en el rendimiento académico. “Hemos observado que muchos niños están distraídos. Esto se debe a que un cerebro anémico no piensa ni aprende”, explica.
El hambre se ha transformado en un asunto por solucionar de cada quien. De tanto roce con la miseria, Coromoto Velasco y otras maestras asumieron la meta de que ninguno de sus alumnos se marchara a su casa sin haber comido antes. Aunque las escuelas públicas reciben un subsidio del Ministerio de Educación, los alimentos son insuficientes para todos. Otros incentivos, como el Programa de Alimentación de las Escuelas (PAE), han dejado de funcionar en muchas instituciones por el deficitario presupuesto.
Los ingresos en Venezuela, el país con las mayores reservas de petróleo probadas en el mundo, han mermado debido a la estrepitosa caída de los precios del crudo y, según expertos, un fallido manejo de la economía. Maduro se ha aferrado a la mala racha petrolera para justificar el fracaso gubernamental.
Pero el desplome ha obedecido a una suma de azares. La insaciable inflación en Venezuela, la más alta del mundo (pronosticada en 1.600 % para 2017 por el Fondo Monetario Internacional), y la escasez de alimentos han provocado que sea difícil hacer tres comidas al día. En la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) elaborada por tres principales universidades –Católica Andrés Bello, Central de Venezuela y Simón Bolívar– se halló que el año pasado aumentó el número de ciudadanos que no comen lo suficiente al día. Esa investigación de 2016 indicó que un 32,5 % de los venezolanos (9,6 millones) comieron dos o menos veces al día, mientras que en 2015 fue 11,3 %. Aumentó más del doble.
La situación es adjudicada al deterioro económico. El salario mínimo mensual en este país es de 148.638 bolívares –que incluye un bono de alimentación–, el equivalente a 61.817 pesos colombianos. De ahí que para suplir los gastos de la canasta básica alimentaria, calculada en 624.544 bolívares, se necesita de unos 4,2 sueldos.
Esta precariedad ha incidido directamente en el estómago de los niños y ancianos, las poblaciones históricamente más vulnerables en las crisis económicas. Hasta el año pasado la Asamblea Nacional –controlada por la oposición– había pedido la ayuda humanitaria y declarado una crisis alimentaria, pero el gobierno se valió del dominio del Tribunal Supremo de Justicia para derogar cualquiera de estos recursos por considerar que suponen una intervención extranjera.
La calamidad de envejecer
Los ancianos están del otro lado del grupo etario severamente zarandeado por la crisis. Felipe Carrasquel pensó que la vejez sería un asunto de arrugas, reposos y disfrute con los suyos. Pero el estallido de la crisis venezolana derrumbó cualquier plan hecho en el pasado. Con 84 años de edad, dolencias en el cuerpo y confinado en Caracas, la capital del país con la inflación más alta del mundo, el tiempo está hipotecado en la búsqueda de medicamentos y de alimentos. “¡Envejecer es una calamidad en Venezuela!”, asegura.
Este es un drama reconocido internacionalmente. El índice Global Age Watch elaborado por HelpAge International en 2015 califica a Venezuela como el segundo peor país para envejecer de América Latina. La debacle ha influido en el pésimo pronóstico. De 14 fármacos que necesita Carrasquel solo ha conseguido dos desde que emprendió una desenfrenada búsqueda en droguerías, el año pasado.
Los cálculos de la Federación Farmacéutica Venezolana confirman el testimonio del anciano: un 85 % de escasez de medicamentos en las droguerías. “Estoy como un canguro, saltando de farmacia en farmacia para buscar medicinas y no las consigo. Si tengo los reales para comprarlas, no las consigo. Y las que hallo no están al alcance de mis manos... Tengo los tratamientos casi abandonados”, agrega Carrasquel.
Del déficit de fármacos al de alimentos. Francisca Ramírez –95 años de edad y figura desgarbada– ha tenido que postrarse en kilométricas filas para buscar alimentos y aun así no consigue comer las tres comidas del día. Lo mismo sucede a Carrasquel, que admite haber rebajado 17 kilos en el último año y medio producto de la mala alimentación. La asociación civil Convite evaluó durante cinco meses a 300 ancianos en distintas regiones del estado Miranda, el resultado fue que un 74 % de los abuelos perdía 1,3 kilogramos cada mes debido a la crisis económica.
Muchos alimentos básicos –harina, arroz y aceite– son difíciles de conseguir en los supermercados venezolanos. De ahí que ha surgido un mercado negro liderado por grupos conocidos como “bachaqueros” por su habilidad para enfilarse y cargar con comida como los bachacos o las hormigas culonas. “Cuando consigo medicamentos o productos es con los bachaqueros y venden muy costoso, así que no me alcanza la pensión para esto”, asevera Carrasquel.
La pensión de los ancianos venezolanos se acerca a un sueldo mínimo, pero los gastos en fármacos y comida superan al dinero proporcionado por el Estado. En el centro de Caracas, María Cáceres –una abuela de 72 años– vende golosinas para sobrevivir y ayudar a sus siete nietos. “Ni trabajando comemos bien”, dice.
Luis Francisco Cabezas, director de Convite y de una casa de abuelos, teme que la expectativa de vida en Venezuela pueda sufrir un revés provocado por la crisis. “La falta de medicinas y de alimentos está influyendo en la morbilidad. Es decir, la vida de muchas personas se puede estar acortando debido a factores asociados a la escasez de medicinas y de alimentos”.
El experto refiere la muerte de unos 30 ancianos un albergue en Caracas, la capital de Venezuela, en 2016. “En sus actas de defunción aparecía como causa de la muerte distintas enfermedades, pero todos tenían un denominador común: bajo peso al momento de fallecer”, concluye.
9,6
millones de venezolanos comieron dos o menos veces al día en 2016, según Encovi.
141
mil estudiantes escolares desertaron en Venezuela entre 2005 y 2015.
1,3
kilogramos pierden de peso los ancianos por mes, según un estudio de Convite.