P oco antes del 11 de septiembre de 2001, Gary LaFree, entonces un sociólogo entregado a la criminología, se obsesionaba construyendo una gran base de datos sobre ataques terroristas en todo el mundo, que ya sumaban 60.000.
En ese momento, dice, el interés por la investigación contra el terrorismo era ínfimo en la comunidad académica de Estados Unidos, y solo unos pocos le habían dedicado páginas a una serie de atentados con bombas en Oklahoma en 1995.
En la mañana de ese martes, la palabra terrorismo todavía era poco frecuente en los debates, aunque no para LaFree, que a las 8:46 de la mañana conversaba con un colega en la Universidad de Maryland sobre su tema, cuando el vuelo 11 de American Airlines se estrelló contra la Torre Norte del World Trade Center, en Nueva York.
“En este punto todavía sentía que era un tipo de accidente anormal. Sin embargo, poco después de que la segunda torre fue impactada, me di cuenta de que algo mucho más grande estaba teniendo lugar”, recuerda el experto, hoy director del Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo.
A continuación, las cadenas de televisión alertaban que el Pentágono también estaba afectado, que había caos en el centro de la Gran Manzana, que las personas estaban evacuando la ciudad de Washington e incluso había rumores de que el Departamento de Estado había sido atacado.
Richard Muller, físico de la Universidad de California, que en 2008 escribiría un libro sobre por qué cayeron las Torres Gemelas, recuerda haber dicho, mientras observaba la transmisión de los hechos, que un avión de carga completa podría, por las leyes de la física, derribar esos edificios.
“Mi esposa se sorprendió; pensó que serían necesarios explosivos, pero yo insistía en que el combustible para aviones tiene más energía por tonelada que el TNT”, explica.
En efecto, ante los ojos de él y de millones de televidentes, la física cumplió sus preceptos y los edificios colapsaron.
Mientras tanto, en Nanuat, a una hora de Nueva York, John Feal, maestro de obra, trabajaba en una gran demolición con 200 hombres. “Oímos el golpe a la primera torre, pero como había tantas historias contradictorias, continuamos trabajando. Cuando escuchamos el segundo estallido, los envié a todos a casa, fui directamente a mi oficina, cargué maquinaria y herramientas pesadas y durante toda esa noche y madrugada me uní a una oleada de hombres que intentaba remover escombros y buscar a sobrevivientes entre asfixia, llanto y escalofríos”, relata.
Mientras levantaba toneladas de vigas de acero, Feal sentía que ni él ni sus compatriotas volverían a ser los mismos, y de hecho no lo fueron. En su caso, la caída de 8.000 libras de acero sobre el pie izquierdo lo llevaron a 11 semanas de hospitalización, a la amputación de su miembro y a 12 cirugías posteriores.
El haber inhalado entre las ruinas una mezcla de plomo, mercurio, asbesto, dioxin, bencina y otros 2.000 tóxicos mortales, también le produjo una tos prolongada que más tarde se volvió cáncer y que lo movió a crear la Fundación Feal, a la que pocos le creían el siglo pasado, “porque nadie quería aceptar que más allá de los 3.000 muertos y 6.000 heridos, habíamos otros”.
El líder ahora representa a los enfermos por asbesto y ha propuesto cuatro proyectos de ley en el Congreso de Estados Unidos que recuerdan el dolor físico que dejó el terrorismo, la “negligencia del Estado”, como él califica a “la falta de acción de nuestro gobierno federal para hacer justicia”, y el hecho de que Estados Unidos y el mundo cambiaron en esa fecha.
El giro también lo experimentó LaFree, para quien “ese día extraño” le hizo pensar que, por accidente y curiosidad, él estaba sentado sobre la más amplia base de datos no clasificados de terrorismo que cualquier otra persona tuviera en el planeta. “Tenía la sensación de que incluso entonces esto iba a cambiar mi vida de manera fundamental”, recuerda, y cuenta que incluso el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos y otras agencias federales acudieron a él preguntándole: “¿Qué carajos es el terrorismo y qué tanto podrá volvernos vulnerables?”.
La respuesta, dice, sigue en construcción, pero cada vez sugiere con más certeza que “aunque el terrorismo se transforma, no tiene planes de acabarse”.