Son las 7:59 a.m. del 11 de septiembre de 2001. El vuelo 11 de American Airlines despegó del Aeropuerto Internacional Logan, de Boston, con destino a Los Ángeles. Hace calor. El verano termina en Estados Unidos. El mundo gravita tranquilo sobre sus ejes: habla en inglés, piensa en inglés, gasta en dólares. El sueño americano desvela. Son las 8:12 a.m. El vuelo 11 de American Airlines es secuestrado.
Betty Ann Ong se escabulle entre los asientos. “Creo que arrojaron una especie de gas lacrimógeno. Respiramos con dificultad”, le describe la azafata a las 8:18 a.m. a Nydia González, del centro de operaciones de la aerolínea. Son las 8:20 a.m., otro vuelo, el 175 de United Airlines, despega del Aeropuerto Logan.
“Oren por nosotros”, dice Ong antes del pitido mecánico que precede a las llamadas que se cortan. La historia reciente de Estados Unidos es eso que pasa, termina y reinicia en los 25 minutos que logra hablar con González. Son las 8:46 a.m., el vuelo 11 de American Airlines atraviesa la Torre Norte del World Trade Center.
Antes de que todo explotara en llamas, Richard Eichen escucha el crujir del metal. Un estruendo derrumba las paredes del piso 91 de la Torre Norte en donde trabajaba, y expulsa de sus marcos las puertas y despedaza las ventanas grisáceas que ya eran entonces una postal. “Pensé que si eso era morir, estaba en paz”, recordará Eichen años después. Son las 9:03 a.m. y el vuelo 175 de United Airlines impacta la Torre Sur del World Trade Center. Columnas de humo negro se tragan Manhattan.
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El tiempo es materia flexible. Se alarga y acorta según la sentencia. En poco más de dos horas dos aviones se estrellaron contra las Torres Gémelas de Nueva York. Aquello que demoró años en construirse tardó segundos en derrumbarse. A las 9:59 a.m. cayó la Torre Sur, a las 10:28 a.m. la Torre Norte. Veinte años ha durado, sin embargo, el continuo declive de EE. UU. que inició allí, sobre esos escombros.
Se asemeja a una escena en cámara lenta. Dice Manuel Alejandro Rayran, profesor de la Universidad Externado, que por entonces EE. UU. gozaba de una hegemonía sin contrapesos en lo militar, en lo económico y en lo político, “con la capacidad de imponer agendas globales. Su enemigo, la URSS, había sido vencido y nada le disputaba el poder”. La caída del Telón de acero en 1990 había dejado al vencedor en una soledad absoluta, en la cumbre del poder.
Era una carrera sin rivales. El PIB de la economía estadounidense representaba más del 25 % de la global, lejos de Japón, que por entonces tenía un 12.3 %; el poder adquisitivo de su músculo era igual de superior y su participación en el comercio mundial era vital: exportaba alrededor del 12 % de las mercancías e importaba un 18 %. “En ese estado de única superpotencia comienza a tomar decisiones que le pasarían factura”, dice Rayran.
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A las 8:30 p.m., del 11 de septiembre de 2001, el presidente de EE. UU. George W. Bush se dirigió a su Nación: “No haremos distinción entre los terroristas que cometieron estos actos y aquellos que los protegen”. Así empezó la guerra contra el terrorismo.
“En un hecho inédito hasta entonces, Occidente entero conformó un frente unido”, dice Mauricio Jaramillo Jassir, docente de la Universidad del Rosario. La ONU, la OEA, la OTAN... las resoluciones de condena al ataque se multiplicaron. Ninguna organización internacional autorizó el uso de la fuerza, pero tampoco lo rechazó y reconocían el derecho a la legítima defensa. El 7 de octubre de 2001, Estados Unidos inició acciones militares en Afganistán. “Era una postura multilateral. Había un entendimiento casi unánime en que había que responder”, dice Jassir, “pero dos años después, cuando en 2003 ataca Irak, lo hace solo. A partir de ahí solo conoció fracasos”.
Estados Unidos gastó más de 2 billones de dólares entre 2003 y 2020 en guerras que perdió: “Derrotas estratégicas allí donde intervino: aparecieron los conflictos de Siria y de Yemen; surgió el Estado Islámico. Abrió frentes apoyando indiscutidamente a Israel, complicando el tema nuclear con Irán, respondiendo a las provocaciones de Corea del Norte —dice Jassir—, no solo se ha rebelado un EE. UU. aislado de la comunidad internacional, también una potencia desbordada, incapaz de responder a las responsabilidades que ha adquirido”.
El tiempo es también eso que se desdobla. Que pasa en todos lados. Las tropas estadounidenses desembarcaron en Afaganistán dos meses después del atentado en Nueva York y China se convirtió en el 143° miembro de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en diciembre de 2001. “Paralelo a los ataques a las Torres Gemelas, comenzó a emerger lo que se conocería como Brics (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), países que desafiaron la supremacía económica y política de la potencia norteamericana”, dice Rayran. La unipolaridad mundial se resquebrajaba.