Cada vez que la maestra Blanca Uribe se acerca a un piano que no conoce espera lo peor: que suene espantoso, que esté desafinado, que chille o que... Sin embargo, le basta con una hora —a lo sumo hora y media— a solas con el instrumento para saber si debe acariciar el teclado o atacarlo con fuerza. “Siempre pido un tiempo para ver si el instrumento y yo nos vamos a hacer amiguitos”, dice en la sala de ensayos de Ibercademy, en el bloque 1 del centro comercial Mayorca.
Está aquí para ajustar los detalles del concierto del 11 de mayo en la UPB en el que se presentará al público Una vida al piano, el libro que relata su biografía, la de una de las pianistas más importante de Colombia. En esas páginas, la maestra hace un repaso de la trayectoria musical que comenzó en 1951 y la ha llevado a los más destacados escenarios del circuito mundial de la música clásica.
En este concierto la maestra tocará por primera vez en público su propio piano, el mismo que ella escogió en 1968 en Hamburgo gracias a la generosidad del filántropo Diego Echavarría. De ese instrumento en particular la maestra lo conoce todo: la presión de las teclas, la fuerza de los pedales, el temblor de las cuerdas internas. “Ya no tengo disculpas. Mis colegas me han dicho: si el concierto no me sale bien, ya no es culpa del piano”, dice y suelta la carcajada.
En esta ocasión interpretará dos piezas: el concierto para piano op, 16, del compositor noruego Edvard Grieg, y la suite Cuadros de una exposición, del ruso Modest Músorgski. Esa noche la acompañarán los músicos de la Orquesta de Ibercademy y la dirección estará a cargo de Ana María Patiño, uno de los emergentes talentos antioqueños de la dirección de orquestas.
Al citar sus referentes musicales, la maestra habla de su padre, el multinstrumentista Gabriel Uribe García, y le brilla la mirada. Lo menciona porque tuvo las dos cualidades indispensables de un músico que aspire a la excelencia: el talento y la disciplina. Da un ejemplo: cuando tenía la responsabilidad de ejecutar un solo en una presentación iniciaba unas rutinas que lo hacían llegar antes que los demás músicos a los ensayos.
“Los del teatro siempre decían que cuando ellos abrían el teatro a las 8:00 de la mañana, mi papá ya estaba ahí, listo a entrar. Estudiaba una hora, luego se iba a tomar un tinto y ya llegaba a las 10:00 de la mañana para el ensayo con la Sinfónica de Antioquia”. Y ese ejemplo lo asimilaron sus hijos, casi todos vinculados al mundo de las melodías y el arte.
La vena artística le viene a la maestra no solo de su padre. El abuelo grabó música colombiana en estudios de Nueva York y la bisabuela tuvo una sala consagrada a la música. En ese contexto creció, expuesta a las músicas cultas y a las canciones populares. “En mi casa siempre se oyó toda clase de música, ¿cierto? Los porros de Lucho Bermúdez, la música andina, los tangos”, dice. Y no es asunto del pasado: ahora un hermano de ella es productor de rap, reggae y reguetón. “Cuando la música se hace bien, profesionalmente, se respeta”.
Esa consciencia le ha permitido pasar de las composiciones de los nombres canónicos —Beethoven, Mozart, Chopin— a las de los autores colombianos del pasado o emergentes.

¿Le sigue dando susto las presentaciones o ya superó eso?, le pregunto. “Al subir a los escenarios busco la puerta de salida de emergencia”, responde y no contiene la risa. Hay muchas cosas que en un concierto pueden salir mal y echar a perder el milagro de la música, pero el intérprete profesional trabaja de sol a sol para reducir esas posibilidades a lo mínimo. Por eso, antes de los conciertos, la maestra se consagra al estudio de las piezas, por más que las haya tocado antes.
Ahora tiene más tiempo para hacerlo: ha dejado de dar clases y eso le permite tener la agenda más libre para trabajar con su piano y con las notas musicales escritas en las partituras. Por eso no sorprende su respuesta a la pregunta sobre qué le queda por hacer. “Seguir aprendiendo a tocar mejor, pero yo creo que ya me dejó al tren, pero ahí sigo”, dice y de nuevo se ríe.