El periodista de EL COLOMBIANO José Fernando Loaiza ya está en la capital francesa para correr este domingo la mítica Maratón de París.
Loaiza será uno de los 40.000 atletas que correrán los 42 kilómetros y 195 metros recorriendo los sitios más reconocidos de la Ciudad Luz.
El Arco del Triunfo, los Campos Elíseos, la plaza de la Concordia, la plaza de La Bastilla, la orilla del río Sena, la catedral de Notre Dame y la emblemática Torre Eiffel, por todos estos lugares el periodista pasará dando su mejor esfuerzo, llevando su cuerpo al límite y exigiendo su organismo para representar al país.
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Lo que pasa en el organismo cuando corre...
Mucho antes de escuchar el disparo de salida y romper a correr, el atleta se ha preparado para desatender las alarmas del cuerpo buscando la estabilidad y retrasar la aparición de otras acciones que impiden el daño por abuso.
Con la necesidad y la necedad de forzar la capacidad física, los sistemas del cuerpo han terminado por adaptarse para soportar más. Es un asunto de supervivencia, porque nunca se sabe qué tan cerca del límite se va llegar.
En esa adaptación, el cuerpo se ha aligerado conservando solo la grasa necesaria, el corazón, para ser más eficiente en cada latido, se ha ensanchado hasta un tamaño que si no se lograra con el ejercicio sería signo evidente de enfermedad, en los músculos abundan las fibras rojas, de contracción lenta y mínimo volumen, más resistentes a la fatiga.
Con los primeros movimientos, todavía allí en la línea de partida, el sistema nervioso, predispuesto por experiencia para lo que viene comienza a liberar hormonas que aumentan el ritmo con el que el corazón bombea sangre y con el que se respira para llevar por esa vía el oxígeno que pronto comenzará a hacer falta.
Y desde allí comienzan las acciones reguladoras del organismo, diseñado como una máquina autoconservadora. La temperatura interna aumenta con el trabajo, de manera que comienza a correr sudor que se enfría al contacto con el aire y ayuda a compensar el calor que podría llegar a ser dañino. El corazón, que en condiciones normales late 60 veces en un minuto triplica su trabajo y la frecuencia respiratoria se multiplica por cuatro para aumentar la producción de energía, que ahora se derrocha para ir deprisa. La dopamina, un anestésico natural de acción semejante a la morfina comienza a hacer efecto para que se pueda resistir al dolor y al malestar que trae el esfuerzo cuando es máximo.
Pero al tiempo que se acumulan los kilómetros, con la capacidad al tope, es cada vez más difícil conseguir la compensación y el movimiento repetido empieza a generar deudas. Comienza una contradicción entre ir más lento para que la regulación gane terreno frente al avance de la fatiga y el deseo competitivo de ir más rápido.
Los músculos se llenan de ácido láctico, otro producto del agotamiento, que se va a la sangre y al hígado para tratar de volverlo a convertir en energía. El propio organismo genera bicarbonato para neutralizar en algo la acidez.
Al final, cruzar la meta termina por ser la única manera de acabar con la descompensación en progreso y es la voluntad la que da el impulso, aún cuando todo lo orgánico ya está en niveles críticos. Es la garantía para sobrevivir.