Este lunes, 21 de abril, falleció Jorge Mario Bergoglio, papa Francisco, un pontífice conectado con el fútbol e hincha fiel de San Lorenzo, uno de los considerados grandes de Argentina que ganó su primera y hasta ahora única Libertadores en el 2014.
En la Plaza de San Pedro, el silencio incólume se rompe con el fluir del agua en las fuentes Antigua y Berniniana, los pasos de miles de feligreses que no pueden creer la noticia y el aleteo de un cuervo en el cielo. Claro que no hay cuervos reales en la plaza del Vaticano, pero esa imagen imposible es la esencia de un hombre que, aun en la eternidad, seguirá volando con el fervor de su pasión terrenal.
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En Argentina, los hinchas de San Lorenzo de Almagro son conocidos como “los cuervos”, un apodo que nació del vínculo del club con la orden salesiana y el color negro de sus sotanas. Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, fue uno de esos cuervos de alma y corazón, un ferviente seguidor que, aunque elevado a la santidad de la historia, nunca dejó de alentar a su equipo.
El Papa falleció a la edad de 88 años en su residencia de la casa de Santa Marta, en el Vaticano, donde permanecía en convalecencia por una doble neumonía que lo tuvo hospitalizado. Ahora, con su partida el mundo despide no solo a un líder espiritual, sino también a un hincha apasionado que encontró en el fútbol un reflejo de los valores que siempre predicó.
Jorge Mario Bergoglio fue mucho más que el sumo pontífice de la Iglesia Católica. Fue un hombre de pasiones simples y profundas, y entre ellas destacaba una que nunca ocultó: su amor inquebrantable por el balompié y, en particular, por San Lorenzo, el club de sus amores.
Desde su infancia en Buenos Aires, el pequeño Jorge se enamoró de los colores azulgranas. No solo porque su familia compartía esa devoción, sino porque en las tribunas del viejo Gasómetro, en el barrio de Boedo, descubrió la mística de la hinchada, la fe de quienes cada semana apostaban su corazón al destino incierto de un partido. Creció entre rezos y goles, entre misas y gritos de victoria o resignación. San Lorenzo no era solo un equipo: era un hogar, una extensión de su propia identidad.
“Recuerdo muy bien y con gusto cuando mi familia iba a El Gasómetro. En particular, el campeonato de 1946, el que ganó mi San Lorenzo. Recuerdo esos días que pasé viendo a aquellos futbolistas jugando y la alegría de los niños cuando regresábamos a casa. La alegría, la alegría en la cara de la gente, la adrenalina en la sangre”, dijo en una entrevista en 2021 para el diario italiano La Gazzetta dello Sport.
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Aun cuando su vida lo llevó lejos de Buenos Aires, primero como sacerdote, luego como arzobispo y finalmente como Papa, Francisco nunca renegó de su condición de hincha. En entrevistas y audiencias, con mandatarios y fieles, siempre hubo un momento para hablar de fútbol, para recordar a su San Lorenzo y para resaltar los valores del juego: la solidaridad, el trabajo en equipo, la nobleza de la competencia.
“Luego tengo otro recuerdo, el de la pelota de trapo. El cuero era caro y éramos pobres. Una bola de trapo nos bastaba para divertirnos y casi hacer milagros jugando en la placita cerca de casa. De niño me gustaba el futbol, pero no era de los mejores, al contrario, era lo que en Argentina llaman pata dura. Por eso siempre me hacían jugar de arquero”, decía Francisco sobre el deporte de sus amores.
Su fe en el club se vio recompensada en 2014, cuando San Lorenzo conquistó la Copa Libertadores, el título más grande de su historia. No fue solo una victoria deportiva; fue la culminación de una espera que se había prolongado por décadas. San Lorenzo, uno de los clubes grandes de Argentina, había sufrido reveses que hicieron de ese sueño un imposible. A diferencia de sus rivales históricos, que ya contaban con varias copas internacionales, el Ciclón había sido protagonista de frustraciones y desencantos en la competencia sudamericana. Durante años, sus hinchas vivieron con la resignación de no ver a su equipo levantar el trofeo más importante del continente, pese a haber contado con grandes jugadores y épocas doradas.
Por eso, la euforia por el triunfo fue de tal magnitud que la institución llevó la copa al Vaticano, y el Papa recibió la delegación con la humildad de siempre, pero con el brillo de alegría en los ojos que solo un hincha verdadero puede tener. Era un triunfo que él mismo atribuyó a la perseverancia, un valor que había predicado toda su vida. Ese día, como un hincha más, supo que los milagros también se daban en el fútbol.
Hoy, el cuervo que vivió en el Vaticano se eleva como el recuerdo de un hincha que nunca dejó de creer en su equipo y que, desde la eternidad, seguirá alentando. Porque hay pasiones que trascienden lo terrenal, y el amor por el fútbol, como la fe, es una de ellas.
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