Encuéntrela en la edición impresa de EL COLOMBIANO de este 14 de abril.
En el transcurso de la pandemia el Centro de Medellín se fue convirtiendo en un campo de refugiados. El hambre y la miseria, que permanecieron relativamente soterradas en tiempos más saludables y prósperos, empezaron a hacer agua y a salirse por las alcantarillas, desbordando aceras y parques, y estancándose en las esquinas.
Se hicieron cerramientos para contenerlas, intentamos mirar para otro lado –de esta salimos, vendrán tiempos mejores–, pero era inevitable no estremecerse con los estragos regados sobre el asfalto ni dejar de sentir el olor nauseabundo que se acumulaba.
En muchos diagnósticos urbanos se ha hablado de cuando la ciudad perdió un centro histórico cargado de significado, orgullo y objeto de exaltación y cuidado de sus habitantes. Por muchos años hablamos de “guayaquilización” como la plaga causante del deterioro arquitectónico, la expulsión de sus inquilinos históricos y el “vaciamiento” de su esencia cultural y patrimonial.
Hoy podríamos hablar de una suerte de “pandemización” o “bronxificación” –en referencia al llamado “Bronx de Medellín”, el patio trasero del campo de refugiados–, que amenaza con anegar cualquier esfuerzo de devolverle a este territorio su lugar protagónico en la construcción de la identidad de los medellinenses, y de dotarlo de nuevos significados que le auguren un futuro más saludable.
En medio de este panorama comatoso y descorazonador, como también ha sido característico de Medellín en sus procesos históricos recientes –y ya casi podemos decir “tradicional”–, emergen personas y espacios con un profundo arraigo y amor por el corazón de la ciudad, que no han dejado de hacerle masajes cardiacos y de darle respiración boca a boca; y con sus apuestas culturales, valientes y atrevidas –incluso suicidas, por lo riesgosas–, le aplican descargas de energía y lo sacuden día tras día para mantenerlo vital; por momentos exultante, como en esporádicos momentos en que ve la luz al final del tunel.
Le recomendamos leer: En Jardín, Antioquia, comienza la celebración de los 100 años de La Vorágine
Esas sacudidas se sienten al conocer y visitar espacios como el nuevo Solar del Águila Descalza o el nuevo edificio de la Pascasia, bombas de desagüe, en los extremos del centro, desde donde se destaquean las alcantarillas y se bombea el espíritu creativo, fraterno y solidario, de la cultura y el encuentro social.
Desde estos márgenes trazamos un recorrido que pasa por La Casa Centro Cultural, liderada por Juan David Belalcázar; Casa Cultural AguaDulce, en cabeza de Isabel Bustamante; el restaurante Salón Centro, del cocinero Andrés López; y el vibrante Pasaje Cervantes, en el que sobresale su asociación de comerciantes, con nombres como Juan Gonzalo Torres, con su bar de tangos Tornamesa, o María Eugenia Morales, con su apuesta afro en Ubuntu, al que consiguieron hacerle un transplante de vasos comunicantes y convertirlo en una pequeña arteria oxigenada de la cultura del centro.
Le puede interesar: Luego de jubilarse, yogui colombiano escribe de sus viajes por el mundo
En esta edición tenemos además un análisis de la arremetida de las autoridades estadounidenses contra TikTok; la historia de cómo el éxito de Dragon Ball marcó el inicio de un desembarco de anime que influyó en la formación sentimental de varias generaciones; y a propósito del inicio de la Feria del Libro de Bogotá y del Festival de Cine de Cartagena, abordamos la destacada presencia de películas antioqueñas en competencia y la presencia de escritores dedicados a explorar la vertiente narrativa de la naturaleza. Un número de ida y vuelta, de los márgenes al centro.
