En un momento de esta entrevista telefónica le hablé de esto a Darío. No se extrañó: habló de un mexicano, amigo suyo, que una vez le dijo que sus recitales parecían bingos porque la gente gritaba números. Luego, despacio y con su voz grave, dijo que los que le pide la gente en los eventos no son sus poemas preferidos. De hecho, no suele leer sus poemas, o al menos eso decía en otras entrevistas. Tomando ese hilo, comenzó esta entrevista sobre su obra, sobre Antología y Panacea, los nuevos títulos de su bibliografía.
En varias entrevistas ha dicho que no suele leer sus poemas. ¿Eso pasó con esta Antología o usted intervino?
“El editor mío, que es Manuel Borrás de Pretextos, me pidió que hiciera yo la lectura y la antología. La escogencia es mía. Fue toda una experiencia porque yo generalmente leo versos míos cuando me toca leer en público, pero algunos se me habían olvidado. La experiencia fue descubrir a todos los poetas que pasaron por entre mi pellejo”.
¿Y se sintió a gusto con esos poetas que pasaron por su pellejo?
“A veces sí, pero a veces no. Al principio, mi miedo era no completar la cantidad de poemas que se necesitaba para hacer un libro. Entonces, tuve que ir ampliando el sentido crítico para armar el libro. Lo extraño es que uno es muchas personas. A través de la vida desfilan por el pellejo de uno otros que no son ya uno. Entonces uno puede leer esos versos como si los hubiera escrito otro y más cuando lleva muchos años sin haberlos leído. En ese caso yo diría que la experiencia fue múltiple, tuve descubrimientos y decepciones”.
Usted, que ha sido antologista en varias ocasiones, ¿cómo sintió ese trabajo de estos autores que estaban en usted?
“No soy capaz de precisar porque después no me volví a releer: yo le di las pruebas a otra persona para que las corrigiera. Diría que el balance es que en esos poemas hay una cierta corrección, digamos, una forma diferente a la retórica habitual y que hay algunos descubrimientos que por instantes lo son, pero que de pronto no lo son, que es lo que pasa con todos los poemas. No puedo graduar la experiencia como muy grata o muy desagradable. No estuvo en ninguno de esos dos extremos”.
En uno de los primeros poemas del libro usted afirma que lo más difícil de un poema está en el primer verso... ¿Ha cambiado la dificultad a medida en que pasaron los años?
“Me pasa que yo escribo a rachas. Es decir, de pronto en una racha escribo 15 y 20 poemas, casi siempre sobre un mismo tema. Y después pueden pasar años sin que escriba algo. Mientras los compongo, los poemas están divididos en varias etapas. Hay una primera etapa en que a uno se le viene el primer verso, el difícil, y uno no tiene ni lápiz ni forma de acodarse. Ese es un poema que muere antes de nacer. Ya si uno logra acordarse del verso y al otro día puede pasar que uno se da cuenta que no vale la pena. El primer verso define el tono del poema, pasa como en las canciones. A veces esos tonos son falsos. Definir eso es un trabajo arduo, al menos para mí lo es”.
Eso de las rachas me recuerda que usted cree que el poema se escribe así mientras la narrativa y el ensayo requieren disciplina...
“Eso es verdad. Yo lo miro así desde mi experiencia personal, por supuesto. El poema llega cuando le da la gana. En cambio, cuando uno se sienta a escribir una novela o un ensayo puede decir que va a trabajar todos los días dos horas o más. En fin, se puede establecer un plan y se puede saber de dónde se viene y para dónde se va. Con un poema eso no ocurre, ocurre el azar solamente”.
Usted ha dicho que se considera un escritor amateur. ¿Todavía?
“Sí, sin duda. Es decir, yo no creo haber aprendido demasiado, creo que cada vez que uno empieza a escribir empieza como desde la primera página. La única sabiduría que da la experiencia escribiendo es que es la experiencia no sirve para nada. Y la prueba es que a veces los autores que arrancan con algo muy bueno, después algo que no, después algo muy interesante, después algo distinto. Yo no creo tener una escuela, tener unas fórmulas, tener un manual de retórica. Nunca he sido profesional de la escritura y eso me da muchas ventajas y muchas desventajas. Las desventajas son obvias, se pone de presente la ignorancia. La ventaja de esto es que lo vuelve a uno más alerta, atento a la lección de que todos los días son el primer día”.
De alguna manera esta opinión contrasta con una idea muy difundida en esta época y es la utilidad de los talleres literarios. Pareciera que la gente puede pagar para que le enseñen a escribir...
“A mi me parecen muy respetables los talleres y creo que pueden servir. Como a los talleres literarios va mucha gente lo que sí sirve es la compañía, que es necesaria cuando uno está muy joven. Los manuales de escritura me parece que están muy bien, pueden ser muy útiles, sobre todo para la novela o el ensayo. Que tienden a uniformar luego las cosas, sí. Que tienen inconvenientes, sí. Pero eso no los vuelve inútiles ni mucho menos. Y obviamente los talleres no son un modelo de vida ni de actividad para mí. De hecho, yo nunca he estado en un taller ni como alumno ni como profesor. Y si me lo propusieran, tendría que decir que no, que no soy capaz de hacerlo”.
Hablemos de su ejercicio novelístico...
“La primera novela que escribí es La muerte de Alec. Ese libro en realidad no es una novela, es una carta. Yo tenía la necesidad de contar una historia, pero, a pesar de ser un lector de novelas, nunca hasta entonces, me había propuesto hacerlo. Por el contrario, durante un tiempo escribí muchas cartas. Entonces, empleé esa experiencia en La muerte de Alec. La experiencia se repitió en Cartas cruzadas, que fue una novela mucho más larga. Con dos novelas publicadas no era capaz de armar un diálogo. No, no era capaz no. No lo había hecho. Tampoco tenía el montón de cosas que se requiere para un narrador omnisciente. Con el tiempo experimenté con cosas. Me costó manejar el asunto. Si lo hiciera ahora, me costaría igual”.
En esta FilBo presentará Panacea, una nueva novela...
“El tema de la novela es muy atípico porque es una utopía. Allí la planta panacea cambia la naturaleza humana. Es un intento de hacer una fábula. Además, el intento narrativo es emplear un narrador que habla, no uno que escribe. Eso fue lo que más me obsesionó mientras escribía: quería que sonora como si estuviera conversando, como una larga conversación”.
¿Quiénes son los lectores de sus inéditos?
“He tenido varios. Estoy muy agradecido con ellos. El que más ha durado ha sido Mario Jursich, que lee lo mío desde hace más de treinta años. Tampoco hay material mío que no pase por las manos de Manuel Borrás, mi editor de Pretextos. Yo diría que esos son los más constantes, pero ha habido otros”.
¿Se conserva el susto escénico al publicar un libro?
“Eso es muy raro. Uno escribe fundamentalmente porque quiere estar solo. Mi voluntad de estar solo obedece a una vocación: soy una persona recogida, solitaria, no muy sociable. Y resulta que en cierto momento se invierte la relación y le toca a uno pararse allá arriba y empezar a hablar, que era lo que uno exactamente no quería. A mí sí me da mucho miedo, pero no solamente con los libros. Dejé de ser profesor porque antes de cada clase tenía que ir al baño cinco veces, del susto que me daba. Con esto de los libros es lo mismo.
Yo quisiera no tener que hacerlo. Lo hago porque es parte del paseo. Pero si me ofrecen no hacerlo, yo lo agradezco”.
De alguna manera, la figura del poeta ha cambiado. Antes era visto como la antena de la humanidad. Y ahora pareciera que no, que los poetas ya están de retirada...
“Sin duda, el rol del poeta ha cambiado en la sociedad. Yo terminé publicando porque tenía un amigo poeta que me publicó los versos, pero no porque yo pensara que iba a publicar. Inclusive pensaba siempre lo contrario. Pensaba: ‘Si yo estoy estudiando derecho y la gente se entera que estoy escribiendo versos, pues no me van a creer a mí como abogado después’. En ese tiempo temí que me descubrieran como poeta y no quise que me reconocieran como tal.
Y yo creo que no está mal. Primero está el individuo, el ser inseguro, el ser con incertidumbres. Después, está el tipo que tiene la habilidad de hacer música con las palabras o de hacer revelaciones y vuelve eso un oficio, pero no es un oficio que te dé más estatus que el que te pueda dar cualquier otra cosa. Ante todo somos unos seres bastante anónimos y bastante por fuera de la realidad. Eso, por otra parte, trae una enorme ventaja. Y es que el poema no es mercancía”.
Eso que usted menciona de la mercantilización me hace acordar un poema de León de Greiff, Villa de la Candelaria. Si le parece hablemos de su relación con esta ciudad...
“Villa de la Candelaria... ‘local, chata y roma’. Los valores que yo tengo no son esos y nunca me ha movido hacer dinero, ser rico o ser famoso. Todo lo contrario, lo que me interesa es estar muy recogido, ojalá rodeado de libros y en silencio. Entonces, mi vida es otra muy distinta.
El modo de ser antioqueño no lo puedo negar. Es parte de lo que yo soy. Pero también me siento fuera de todo ese sistema de valores que retrata De Greiff en Villa de la Candelaria”.
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