La Operación Orión fue hace 19 años: del 16 al 17 de octubre de 2002 se escucharon las balas en la comuna 13 de Medellín. En esta ofensiva militar los milicianos contraatacaron y la población civil quedó en la mitad de la nada y de todo. Eran cientos de rostros mojados por las lágrimas. Eso cuentan los archivos y muestran las fotos a blanco y negro.
Un capítulo duro de la historia de la ciudad que ahora quedó también en un libro. La narró el escritor Pablo Montoya en La sombra de Orión: 440 páginas que describen esas violencias urbanas y le da voz a los familiares de los desaparecidos.
Ese trabajo hace parte de lo que está pasando en la literatura actual del país: propuestas que se enfocan en el dolor, el resentimiento, el abandono, las formas de la resistencia civil, en las víctimas. “Estamos frente a esta presencia de la memoria histórica que acompaña la implementación de los Acuerdos de Paz, la literatura está encaminada a mirar el conflicto desde otra perspectiva”, dice Pablo.
¿Un cambio?
En los años 50, la literatura del país contaba las vidas de los bandoleros, los campesinos, el desarraigo. Algunos clásicos son El Cristo de espaldas de Eduardo Caballero Calderón, Lo que el cielo no perdona del sacerdote Fidel Blandón Berrío y la obra del caleño Arturo Álape.
En los 80 se evidencia la presencia del narcotráfico en las letras, también del paramilitarismo y las guerrillas (aunque estas son más viejas). A finales de esa década y principios de la siguiente hay una especie de deslumbramiento por figuras como el capo, el sicario y los personajes violentos. Entonces se publican libros como No nacimos pa’ semilla de Alonso Salazar o La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo.
En los 90 el escenario cambia: aparece la literatura del yo, esa testimonial de las víctimas de los actores armados, biografías de las personas que regresaban del secuestro. En la lista de esos que narran la propia experiencia están, por mencionar algunos, Mi fuga hacia la libertad de John Fran Pinchao, en la que hay una voz en primera persona, muy herida y muy heroica de su proceso de salvación; en el caso de Ingrid Betancourt hay un testimonio en carne propia con una interpretación sobre el sufrimiento y el mal en términos filosóficos, más un ensayo.
“Lo de ahora es una tercera generación que está recordando el día que mataron a su padre o abuelo, un relato que conserva la primera persona, pero es más un observador que mira mucho porque la herida no está en su cuerpo, tiene un gran vuelo literario”, explica Patricia Nieto, periodista y escritora.
Son temas que tocan la sensibilidad de quienes escriben, la literatura se convierte en una forma de dar testimonio del tiempo presente o pasado. Los libros se vuelven de algún modo en espejos de la realidad. En la lista están El olvido que seremos de Héctor Abad, Cómo maté a mi padre de Sara Jaramillom El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez.
Montoya dice que “Colombia es un país desgarrado y jodido desde muchos puntos de vista”, y que ese desequilibrio necesita ser llevado a los libros para ejercer una memoria activa, valiente, lúcida e inteligente que ayude a disminuir la violencia actual. “Escribir sobre los dramas de este tiempo es una exigencia que le plantea la literatura al escritor”.
En La sombra de Orión, el antioqueño puso a dialogar la imaginación literaria con los elementos de la realidad, es decir, las víctimas. “Es un ejemplo de esa nueva forma de abordar la violencia, aparecen las otras voces que dicen que también padecieron la guerra y la enfrentaron, hay elementos muy terribles para asimilar, pero al mismo tiempo muy esperanzadores”.
Este tipo de literatura tiene una función social: de algún modo se viene convirtiendo en un elemento más para tratar de comprender lo que ha pasado.
Construir memoria
Para algunos escritores el propósito será honrar la memoria de sus familiares, para otros mostrar la crueldad de la gente armada, como una forma de cura, y para otros más dejar un legado.
Gilmer Mesa, autor de los libros La cuadra y Las travesías, dice que él escribe para contar unas historias que lo martirizan y ampliar las preguntas que se hace desde hace mucho tiempo: ¿De dónde venimos? ¿Por qué nos comportamos de esta manera? ¿Por qué nos estamos matando entre hermanos?
“Esta literatura muestra la marginalidad provocada por un olvido estatal continuado y visceral (...) Es un grito generalizado: estamos mamados de que nos estemos matando unos a otros, esa incomodidad con el país que nos ha tocado vivir es lo que nos motiva a hacernos preguntas sobre ese tema”.
Destaca que cada escritor tiene un estilo distinto y ve las cosas desde una perspectiva diferente, sin embargo, lo más importante es “que la piedra angular que está moviendo mucha gente sea la incomodidad generalizada por ese conflicto del que no hemos salido ni un solo segundo”.
Para el escritor bogotano Santiago Gamboa, este cambio en las temáticas de la literatura colombiana actual es debido a esa cultura de la paz creada en una parte de la sociedad. “La literatura que se ocupa de estos temas nos muestra un poco más las crisis sociales derivadas del conflicto y fin de este, de alguna manera la sociedad colombiana le dio un espacio en su imaginario”.
David Eufrasio Guzmán, autor de la novela Pichón de diablo, igual que Gamboa señala que el surgimiento de la JEP y el proceso de paz abrieron las puertas para escuchar a las víctimas. “Hemos entendido que hay que darles voz, contar esas historias, abordar el conflicto desde distintos puntos de vista”. Agrega que sin la sensibilidad del autor no se podría abordar estos temas porque “eso precisamente es lo que lo hace posible, cada artista tiene unas fibras que se le mueven de acuerdo a lo que ha vivido y a lo que le interesa”.
Gamboa explica que los escritores en sus obras hacen una especie de retrato de Colombia después del proceso de paz por medio de una de las tradiciones de la literatura: mirar la vida de una sociedad a través de una novela. Eso era lo que hacían Balzac, Tolstói, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. “Cada uno con su estilo y puntos de fuerza dan una versión de la realidad y la hacen comprensible para los lectores”.
Contar la historia
Aquí los escritores no son sociólogos, son más bien observadores con sensibilidad para mostrar aspectos de la realidad, algunos incluso incómodos, y narran lo que otras disciplinas no se ocupan de contar. “Construir memoria desde la literatura nos permite, en últimas, que los lectores se identifiquen y encuentren ahí una luz que no habían visto o les abra una ventana para conocer otras cosas que son lejanas”, dice Guzmán.
Por otro lado, la profesora Patricia Nieto opina que en el presente estos libros tienen una función política inmediata para aproximarse al dolor de los otros y lo que está pasando en el país, y ayudan a que la sociedad no evada los problemas del momento, mientras que en el futuro serán una serie de testimonios de la Colombia de estos últimos años, una huella de los hechos. “Son libros que dan cuenta de que hay muchas agitaciones en la sociedad colombiana, lo hacen a partir de los hechos violentos, pero en todos hay esperanza, un llamado no solo a la denuncia sino también a la posibilidad de cambiar el destino de este país”.
A todos los que hacen este ejercicio de escribir sobre el conflicto armado colombiano los une algo: una empatía con el dolor de otros y el propio, además, una convicción de que el sufrimiento humano debe ser visto con delicadeza, amor y con el propósito de que las guerras no tengan segundas partes.